EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
“La gente está con bronca”, editorializan antes que describen en tantos informativos. Así descripta, la bronca excusa su conducta, la justifica fuera cual fuere. Obra como atenuante o hasta como eximente, aun cuando a “la gente”, literalmente, se le vaya la mano. Un grupo de vecinos de Valentín Alsina lincha al fiscal Enrique Lázzari. Violan la ley y –ya que estamos– los códigos barriales: son decenas contra un gordito de anteojos. Una cobardía, un ensañamiento patotero.
Hay un enjambre de cámaras cubriendo el momento, los policías (a los ojos suspicaces de este escriba) no se muestran motivados para defender al agredido. Los vecinos le pegan cuanto quieren, que es mucho. Los movileros callan o, apenas, comentan: “Hay mucha bronca”. Habrá 20 o 30 periodistas, casi tantos como vecinos sacados. A nadie le sale pedir templanza, clemencia. La voz de la prensa resuena fuerte a la hora de cuestionar a funcionarios, de incitar a la rabia. Cuando ésta se pone en acto, nadie se siente en el deber de intervenir o, así fuera por un reflejo humano, de solicitar calma. La voz de los medios tiene una eminencia, acaso hubiera podido servir de algo.
El autor de esta nota conoce lo obvio: la función del periodista es cubrir los hechos. ¿Y si es posible actuar para evitar un desenlace brutal, criminal? Es un tremendo dilema, sobre el que se han escrito cientos de artículos, numerosos libros; el cronista alguno leyó. No quiere decir nada terminante, es un buen tema para polemizar. Pero le parece que las categorías clásicas cambiaron desde que los medios generan la noticia, convocan a las partes, los instigan a participar de modo tumultuoso. En todas las movilizaciones de esta semana se hizo borrosa la diferencia de roles entre quienes convocaban y quienes informaban. El que tiene palabra para promover los hechos podría valerse de ellas para paliar consecuencias aciagas, no queridas.
¿No queridas? Se diga o no, hay un contrato tácito entre los emisores y los protagonistas episódicos de la noticia. La prolongación de la cobertura es directamente proporcional a la excitación de “la gente”. Si usted mete bardo, vecino, sigue en el aire. Si no, la cobertura pasará a otro escenario. Nadie lo dijo así, pero los vecinos, por pegar, se ganaron no el consabido cuarto de hora de fama mediática sino toda una semana.
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El ministro de Desarrollo Social bonaerense, Daniel Arroyo, declaró ayer que hay 450 menores detenidos por delitos graves, no son tantos en una población de millones. En una charla que dio esta semana en la Universidad de General Sarmiento, Arroyo agregó datos dignos de resaltar: en su provincia la desocupación entre los jóvenes duplica el porcentaje promedio de la población. También el número de jóvenes pobres dobla la media.
En el mismo ámbito Emilio García Méndez, diputado del SI, penalista de nivel y especialista en temas de minoridad, sumó referencias tremendas. La Argentina es el único país de la región que tiene menores condenados a reclusión perpetua, violando tratados internacionales que lo prohíben y que tienen rango constitucional.
Los jóvenes son más víctimas que victimarios, en el país del terrorismo de Estado y de la tragedia de Cromañón. Ello no excluye la necesidad de prevenir y sancionar delitos, pero da un contexto insoslayable.
La ley de Régimen de responsabilidad penal juvenil y la sonada baja de imputabilidad no serán una solución integral, lo que no justifica la demora en su sanción. Ahora, la norma se discutirá en la caldera ulterior a un crimen conmocionante. La experiencia enseña que es el peor marco para legislar pensando en el mediano y largo plazo, así la iniciativa (que sintetizará varios proyectos bien urdidos) sea razonable. El cronista no se expide sobre su contenido, es apenas un abogado, no un todólogo que maneja al dedillo las soluciones sencillas para los problemas multicausales. Presenta excusas por ser tan atípico.
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“La gente está con bronca” generalmente viene en yunta con la políticamente correcta frase: “No pide venganza, pide justicia”. Ese fue el caso de Facundo Capristo, hijo del laburante de 45 años cruelmente asesinado. Pero la voz de ese joven, víctima de una privación cruel, no fue la única. Parte de “la gente”, eventualmente, profiere ideas espantosas, que no llegan al replay pero igual se escuchan en la transmisión en vivo. En su formidable crónica publicada anteayer en este diario, Carlos Rodríguez cuenta que hubo manifestantes en el Obelisco que pedían “control de la natalidad”. “Esas negras –le dijo un joven–, las que viven en las villas, tienen siete hijos y después dejan que se críen en la calle.” Un diario denunció semanas atrás a mujeres humildes que son “fábrica de bebés”, que paren siete hijos para cobrar subsidios. Hubo críticas, el medio reconoció que “el título no fue el más feliz” como única autocrítica. Quizá fue feliz en un penoso sentido: permeó sentido común, ahora “la gente” lo usa de argumento cuando sale a la calle. Se cerró un círculo.
La estigmatización cunde, claro que sí. Según refiere Carlos Rodríguez, otros manifestantes proponían “hay que matarlos”, “hay que echar a todos los bolivianos y los paraguayos”. Otras coberturas no dieron cuenta de esos desplantes de “la gente”. Una pátina de decoro encubre un poco los mensajes repudiables, no es cuestión de complejizar qué hace “la gente” con su bronca.
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Durante este cuarto de siglo las víctimas (sobrevivientes o deudos) pudieron hacerse ver y oír. Su reclamo se multiplicó a través de los medios, pudieron contar su padecer, recibir solidaridad por sus pérdidas, hacer públicas sus demandas, evocar a los seres queridos que perdieron. Tuvieron, en buena hora, la oportunidad que se negó por años a los detenidos-desaparecidos y a sus familiares. Es un avance fenomenal, que amerita sostenerse. La condición de víctima da la palabra. Pero nadie se convierte, por efecto de su desgracia, en especialista en políticas públicas, menos aún en tópicos tan complejos como la minoridad o el derecho penal. Los organismos de derechos humanos eligieron otro camino: formar equipos de profesionales, ahondar el estudio de las leyes y su modificación, fatigar los tres poderes del Estado con planteos innovadores forjados no en el clímax de su furia o de su sufrimiento, sino de análisis y estudios.
Volvamos, para terminar, al abordaje informativo sobre las víctimas. Hay instalados modos de narrar, de mostrarlos, de acercárseles, de humanizarlos. Mencionarlos por los nombres de pila, dar micrófono a quienes los quisieron, cubrir sus convalecencias o su último adiós. Al fiscal Lázzari no le cupo ese abordaje. No hubo vigilia en el sanatorio en que fue internado y operado. No se siguió su evolución, no se procuró el testimonio de parientes o personas cercanas que dieran cuenta de su bonhomía, de su afección al trabajo, de su condición de persona normal, ajena a la violencia.
¿Las víctimas de “la gente” no serán víctimas? O, quién sabe, ¿no serán gente?
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