Mar 29.01.2002

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

La gente volvió a ser pueblo

Por Miguel Bonasso

Son las diez de la noche del domingo 28 de enero y estamos en el kilómetro 38 de la ruta 3. En el corazón de La Matanza. El distrito más populoso del Gran Buenos Aires. Que reúne más almas que las cinco provincias del Noroeste. El antiguo territorio del cacique justicialista Alberto Pierri y el comisario Mario “Chorizo” Rodríguez. Donde chapoteaban narcos, asesinos, políticos y policías corruptos al calor del gobierno provincial comandado por el actual presidente Eduardo Duhalde. Arrabal amargo de fábricas cerradas y fachadas cariadas, monótonas y oscuras, detrás de las cuales, a pocos kilómetros, el humo de los basurales difumina como una niebla maligna las casuchas de cartón y lata de los asentamientos. Y, sin embargo, en el arrabal amargo, reina una extraña, inesperada alegría. En la carretera iluminada por la luna llena se encolumnan con gran disciplina cuatro o cinco mil “piqueteros”, organizados por la FTV (la Federación de Tierra, Vivienda y Habitat) de la CTA, la combativa Central de los Trabajadores Argentinos, que se manifiestan como siempre ocurre en las grandes gestas populares: con sus familias. Son la versión criolla y tercermilenaria de los miserables decimonónicos que Victor Hugo inmortalizó desde la ternura. Desocupados. Desheredados. Marginados. Pero formidablemente organizados. Desde la seguridad que enmarca y protege a los manifestantes con largas cañas, hasta esos chalecos de hule amarillo o azul con las siglas de la CTA que visten los dirigentes y los responsables de las columnas.
Los piqueteros de la FTV, conducidos por el voluminoso morocho que responde al nombre de Luis D’Elía, se alistan para una larga marcha de 38 kilómetros que recorrerán trotando, como una nueva maratón, en la que predominan los jóvenes y los niños pero no se rezaga ningún viejo. Una maratón donde se irán reuniendo con los otros piqueteros de la Corriente Clasista y Combativa (CCC) que comanda el lúcido Juan Carlos Alderete y luego, ya en la Capital Federal, con las asambleas de los barrios. En una jubilosa agregación de multitudes que en la mañana aumentarán la población de la columna a unos 20 mil manifestantes. Pienso: “la gente (esa anomia posmoderna) recuperó la categoría de pueblo”.
En los costados de la ruta la presencia uniformada de la policía bonaerense es discreta y sólo los manifestantes más avisados distinguen a los informantes de civil; los clásicos “buches”que espían para redactar sus crónicas secretas.
Mientras trotamos hacia Buenos Aires sobre el asfalto de la ruta 3, agitando banderas improvisadas con sábanas y bolsas de arpillera, precedidos por la camioneta con altavoces que rasga la noche profunda de La Matanza con los temas roqueros de “La Mosca”, palpo el entusiasmo justificado de los dirigentes. D’Elía –que me ha preguntado solícito como ando para la extenuante caminata– saborea el carácter histórico de la marcha y subraya un dato indiscutible: como en los tiempos heroicos de la década del ‘70, se puede movilizar sin dinero y sin aparato, a pura conciencia.
D’Elía tiene otro motivo de festejo en esta noche lunar, irrepetible y magnífica, que ahora baña de esperanza el puente sobre el arroyo contaminado: su cumpleaños número 45. Y por esa razón (y por lo que pasa a su alrededor, sin duda) se acuerda de don José María García Crespo, su abuelo materno, español y anarquista, que murió en 1969, cuando el líder de los piqueteros tenía 13 años de edad y convertía en opción personal la adscripción de clase al peronismo de los cuarenta y los cincuenta, aquel que construyó el Estado benefactor que demolería la dictadura militar y remataría al mejor postor internacional el justicialismo feudal y neoliberalizado de Carlos Menem.
El dirigente piquetero, que es diputado provincial por el Frente para el Cambio, vive desde hace doce años en “el Tambo”, un asentamiento marginal poblado por 720 familias en la localidad matancera de Isidro Casanova.”Te das cuenta... –me dice, observando a los compañeros, que elevan consignas contra los banqueros y sus servidores de la clase política– que esta es la base social del peronismo y que el Partido Justicialista es un cascarón vacío. Esto era impensable hace tres o cuatro años.”
Víctor De Gennaro, por su parte, marca la singularidad de esta marcha en el océano de manifestaciones que han conmovido al país a partir del 20 de diciembre. “No hay que olvidarse del ‘corralito’ –dice– pero hay que volver a poner sobre el tapete el tema del desempleo.” Tiene razón, sin duda. Más allá de las estadísticas, se habla ya de una desocupación abierta del 23 o 24 por ciento. La CTA, integrada al Frente Nacional contra la Pobreza (FRENAPO), cosechó un gran éxito en los días anteriores a la renuncia de Fernando de la Rúa, cuando tres millones ciento setenta mil personas plebiscitaron –en apenas tres jornadas de consulta callejera– su propuesta de un seguro de 380 dólares (más sesenta por hijo) para cada jefe de familia desocupado. Ahora la mente infatigable del Tano prepara otras encuestas populares, con preguntas que tendrán resonancia latinoamericana. Como ALCA o Mercosur, por ejemplo.
El momento climático de la marcha piquetera fue, sin duda, la llegada a Liniers por la mañana. Allí, en el vértice entre la capital y la provincia, se afianzó una novísima alianza de clase que el presidente Eduardo Duhalde y otros dirigentes justicialistas han intentado evitar a toda costa: la de los desocupados con los pequeños ahorristas. Una clase media “blanca” y urbana que hasta no hace mucho miraba con terror a “los negros de las villas”.
No solo permanecieron abiertas las puertas de los pequeños comercios de Liniers (el barrio que inventó el “corralito” para rodear a los bancos expropiadores), sino que los comerciantes agasajaron a los manifestantes con un desayuno a base de mate cocido caliente y facturas. Allí el líder natural Eduardo Lutzky, presidente del Centro de Comerciantes y de la Unión Popular de Vecinos de Liniers, subrayó el carácter unitario del encuentro entre los “caceroleros” de las capas medias y los “piqueteros” de extramuros, en la búsqueda común de una nueva Argentina.
Ese encuentro de clase, de características verdaderamente históricas, se fue afianzando a medida que las columnas iban avanzando por la avenida Rivadavia y se les agregaban manifestantes de las distintas asambleas barriales.
En el Parque Rivadavia, donde hubo un alto para descansar, se pudo comprobar la disciplina de la manifestación. Hubo cánticos contra una sucursal del Citibank, pero ninguna piedra rompió los vidrios. Tampoco los supermercados tuvieron que cerrar sus puertas. Una mujer dijo a mi lado: “Hay que demostrar que el pueblo tiene dignidad”. Otra agregó: “Y coraje”. Es cierto.

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