EL PAíS
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Arte de magia
› Por Horacio Verbitsky
La historia del Tribunal Arbitral de Obras Públicas es instructiva sobre las artes de la Patria Contratista. Fue creado por ley durante la primera presidencia de Juan D. Perón, con una finalidad muy restringida y un plazo estricto. Pero sucesivos decretos ampliaron sus alcances. El Estado no puede apelar, aunque la presunta deuda sea un invento concertado entre un empresario dedicado a los negocios políticos y una representante corrupta de la administración pública. De la Rúa disolvió ese engendro un mes antes de renunciar, lo cual provocó un vendaval de recriminaciones por parte de próceres como Ramón Saadi y Graciela Camaño. La Cámara de Diputados ya aprobó su resurrección y el Senado se apresta a convertirla en ley esta semana, a una hora en que la gente de bien duerme.
La ley 12.910/47 dispuso que el Estado se hiciera cargo del ajuste de precios en las obras contratadas por la administración estatal, cuyos costos hubieran sido afectados por el impacto de la Segunda Guerra Mundial en el precio de materiales, transporte, mano de obra y combustible. Al acogerse a ese régimen los contratistas en forma automática renunciaban a cualquier reclamo judicial. La ley fue promulgada el 19 de mayo de 1947 y dos días después el decreto 11.511/47 la reglamentó. Los contratistas tenían dos semanas para ingresar al nuevo régimen y si la liquidación que el Estado practicaba no les resultaba satisfactoria, otros quince días para presentar su objeción y los documentos que la respaldaran. Si el Estado rechazaba ese recurso, todos los antecedentes pasarían a una Comisión Arbitral. Los intereses públicos parecían a buen resguardo: dos de los tres miembros del Tribunal Arbitral serían funcionarios del Estado y el tercero un representante de las empresas constructoras. Pero lo transitorio se convirtió en permanente.
Ese mismo año 1947 se promulgó la ley 13.064 de Obras Públicas. Estableció que cualquier litigio sobre sus normas se debatiría en la jurisdicción contencioso administrativa. Mientras ese nuevo fuero no se organizara, el contratista y el Estado podrían convenir “un tribunal arbitral que decida en única instancia”. Este período de transición concluyó en octubre de 1950, cuando la ley 13.998 creó los juzgados de primera instancia y las cámaras de apelaciones en lo contencioso administrativo federal. Pasaron casi quince años hasta que Arturo Illia inició la larga serie de decretos que volvieron a la vida al Tribunal Arbitral. El decreto 3772, de junio de 1964, extendió su alcance allí donde el Congreso no había imaginado llegar. Ya no se trataba de ajustes de precios por las obras contratadas o construidas durante la guerra sinopara cualquiera que se licitara o contratara de ahí en más. En agosto de 1991, en plena furia privatizadora, Menem firmó el decreto 1496/91, que reguló la responsabilidad y acciones del Tribunal Arbitral, no sólo para la construcción de obras públicas sino también para sus concesiones y los contratos de consultoría.
La mayoría automática de la Corte Suprema interpretó estas normas en la forma más caprichosa. Al rechazar el recurso del Estado en el caso Meller dijo que por tratarse de un régimen optativo la elección del procedimiento administrativo “importa la renuncia del judicial”. Fueron los jueces de la minoría quienes aclararon el punto en su disidencia: “La opción por la jurisdicción arbitral sólo puede ser ejercida por la contratista. De manera que la consiguiente renuncia a interponer recursos judiciales derivada del ejercicio de esa opción, sólo debería valer para ella, pero en ningún caso para la administración” que fue “sometida a la jurisdicción arbitral forzada por la exclusiva voluntad de la parte contraria” y no ha renunciado “a impugnar judicialmente el laudo”.
El ex presidente Fernando de la Rúa disolvió el Tribunal Arbitral en noviembre de 2001. Aun antes de que se concretara la decisión, comenzaron a llover protestas de quienes deberían haber apoyado la decisión. El primer pedido de informes lo firmó el matrimonio Ramón Saadi/Pilar Kent de Saadi, según el cual era indispensable para la construcción de un estado moderno, en un marco de seguridad jurídica (como el que erigieron en Catamarca). Los siguió la señora de Barrionuevo, por entonces diputada nacional. Su alarma era tan grande que en una semana presentó no uno sino dos proyectos de resolución. El segundo disfrazado dentro de una serie de preguntas sobre los haberes jubilatorios. En cuanto la disolución se concretó, las señoras de Saadi y Barrionuevo, junto con el diputado más infeliz en el casting de nombres, Manuel Baladrón, firmaron un pedido de informes. Con declarada preocupación por “los particulares que invierten millones”, sus argumentos son una confesión: el tribunal arbitral es gratuito y no requiere el pago de la tasa de justicia (que suele disuadir reclamos extravagantes) y trata un limitado número de causas y no tiene costo para la Nación (como si no debieran computarse los generosos pagos que autoriza). Más comprensible es la serie de recursos de amparo presentados por las empresas litigantes, que no querían verse privadas de un arbitro tan parcial en contra del Estado. Por último, el 17 de julio, Eduardo Camaño remitió al Senado el proyecto de ley sancionado en el mayor sigilo por la Cámara de Diputados, que recreó el Tribunal Arbitral de Obras Públicas, esta vez con amplitud universal, para entender “en todas las controversias que surgieren entre el Estado y los particulares”. Sólo falta una semana para que esto se consume con la media sanción restante del Senado.
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