EL PAíS • SUBNOTA › LUISA CALCUMIL, ARTISTA MAPUCHE
› Por Luciana Peker
Desde Tucumán
“Es una morochita que siempre va macaneando”, la definió su marido, Omar García, cuando la conoció en el Valle de Río Negro, hace más de 40 años. Ella hacía el secundario y trabajaba desde los 9 años cuidando niños y niñas en las cosechas de uva y en las fábricas empacadoras de tomate. También conocía la discriminación, la mirada hiriente que atravesaba su pelo negro. “En las escuelas recibíamos burlas por ser mapuches, pero nunca los maestros nos hablaron de nuestra pertenencia”, cuenta.
Luisa Calcumil parió un 11 de octubre, la fecha emblemática en donde se conmemora el último día de libertad de los pueblos originarios, a su primera hija: Cecilia hoy tiene 35 años y parirla en esa fecha es parte de las hebras, la fuerza y los deseos que llevaron a Luisa a parirse a ella misma como una mujer y artista mapuche. También tuvo a Matías, de 28 años, pero se ríe frente a su reclamo de sentirse huérfana de nietos. Aunque sesenteando –como ella cuenta su edad–, su pelo sigue tan brillante y negro y sus rasgos, tan marcados como su alegría.
También sus ganas de viajar, cantar y defender sus orígenes y sus horizontes. Ella vive en Fiske Menuco (que en mapuche quiere decir pantano frío), en Río Negro, una ciudad que oficialmente se llama General Roca y ella se niega a nombrar así. Luisa se define como cantora, actriz, dramaturga, narradora popular. Y, por sobre todas las cosas, obstinada. Como cuando quiso ir a la escuela, a pesar de tener cinco años y que sus padres no tenían para comprarle útiles y zapatillas. Y lo logró. Ya filmó siete películas, de las cuales la más conocida es Gerónima y la que todavía está sin estrenar es El grito de la sangre, de Fernando Mussa.
Ella es un símbolo de la visibilidad de las mujeres mapuches que fueron denigradas, a partir de la conquista que empezó un 12 de octubre, justo el día en el que terminó el 24º Encuentro en el que ella participó cantando en el Centro Cultural Terán, de San Miguel de Tucumán. “Yo planteo los reclamos indígenas en un encuentro con las personas no separándonos”, define. Y explica por qué participa del encuentro: “Las mujeres tenemos la fuerza y somos la esperanza. Pero a mí no me interesa el poder, sino la virtud de torcerles el brazo al consumismo y la enajenación. En nuestra cultura la mujer corajuda, sabia, valiente, alegre es respetada y consultada”.
–Los que quisieron boicotear el encuentro se escudaron en la palabra vida. ¿Qué es la vida en su cosmovisión?
–Encuentros y lucha. ¿Por qué la Iglesia no piensa en los niños que se mueren de hambre y devuelven el oro? La mayoría de los que sufren la indigencia son nuestros hermanos wichí, toba, guaraníes o collas. Para mí la vida es eso que ellos nunca pudieron entender y, por eso, tuvieron que imponer su cultura: la vida es celebración.
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