EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Marta Dillon
Suele ser una tarea complicada hacer un balance de cada Encuentro Nacional de Mujeres. Su propia modalidad aparece, en primera instancia, como un camino de ripio para quien intenta “contar” o al menos “sacar conclusiones”. Talleres que respetan hasta donde pueden la conversación en círculo, que hacen circular la palabra como un valor precioso que a su vez construye poder aun cuando no haya, por principios, mujeres más poderosas o más autorizadas que otras. El principal valor de los ENM está en su nombre y su propuesta: Encuentro. Encuentro poniendo en juego la voz y el cuerpo, encuentro con otras con el desafío que implica escuchar y sentir la vibración del eco de otras experiencias en el propio cuerpo. Por eso es que las marchas que suelen cerrar estas jornadas intensas tienen un poder capaz de sacudir los cimientos de las ciudades por las que atraviesa. Cada vez, al menos desde los últimos diez años, cuando la participación de mujeres piqueteras, de barrios populares, campesinas, obreras, y un largo etcétera comenzaron a apropiarse de ese espacio, a asistir masivamente, a ponerle cuerpo, historia y experiencia a esas mismas consignas y debates que las mujeres feministas que alumbraron esta posibilidad hace 24 años venían sosteniendo. Así, en los debates sobre la despenalización del aborto, por ejemplo, ya no se habló más en tercera persona de las mujeres pobres, era posible decir “es por nosotras” porque ahí estaban todas, exigiendo soberanía para sus cuerpos. Esto no podía pasar desapercibido a pesar de la supina indiferencia de la mayoría de los multimedios que todavía se rasgan las vestiduras por la libertad de prensa. Nunca cubrieron uno de estos Encuentros. Ni aun cuando 20 mil mujeres marchen juntas en provincias donde la movilización más numerosa no llega a la mitad de personas. A pesar de este silencio, la Iglesia Católica junto a otras iglesias evangélicas, tal vez menos visibles, sí tomaron nota. Y tomaron también la decisión política de quitarle aire a estas voces desatadas de mujeres. Esa misma Iglesia que tiene su público cautivo entre los pobres y las pobres, que disciplina a través de la culpa, que convierte el placer en pecado y el cuerpo en sangre, se asusta frente al poder que pueden tener tantas mujeres juntas diciendo basta: ni la Iglesia ni el Estado pueden legislar sobre nuestros cuerpos. Ahora mismo se está hablando otra vez de aborto, mujeres militantes que se organizaron –muchas– a través de estos mismos Encuentros han logrado hacer cada vez más visible el derecho humano de que las mujeres puedan decidir en libertad sobre sus cuerpos. Y entonces la Iglesia avanza. Hace su contramarcha, pone el grito en el cielo; y, lo que es peor, se vale de la policía para acallar las voces disidentes a su credo. No es nueva esta alianza, pero no deja de generar miedo. Porque aunque esté claro que ese miedo que puede generar la libertad hace tiritar a quienes se sienten seguros en su dogma, también está claro que la Iglesia Católica tiene poder para influir en las políticas públicas. Y que el debate del aborto, aun cuando esté en boca de la mayoría, todavía no ha podido permear las anchas paredes de las cámaras legislativas, ahí donde la palabra, convertida en ley, podría cambiar radicalmente la vida de las mujeres.
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