Mié 11.11.2009

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

Las aristas del conflicto

› Por Mario Wainfeld

La acción directa llevada a calles y rutas es una constante desde hace bastante tiempo, la sensación térmica sugiere que recrudeció tras las elecciones y (sobre todo) tras la recuperación política del oficialismo. Tal vez sea así, tal vez sea una ilusión óptica, producto de la gran visibilidad de las movidas de los trabajadores de Kraft Foods, de los camioneros, de los movimientos de desocupados, de los empleados del subte. También pesa su impacto en la cotidianidad de la zona metropolitana, que el unitarismo mediático transforma en comidilla nacional. Como fuera, esas movilizaciones “hacen agenda”, acaso la más eficaz de la oposición desde el 28 de junio. Porque, aunque ése no sea el mensaje más emitido, la mayoría de esas movidas provienen de antagonistas del oficialismo, ubicados a su izquierda. En general se trata de fuerzas políticas dotadas de militancias aguerridas y de delegados o referentes sociales con un nivel alto de representatividad en colectivos pequeños. Su potencial electoral, corroborado meses atrás, es bajo, lo que minimiza los costos del consiguiente malhumor vecinal.

Hacer comparaciones sencillas es orientador. De los cuatro episodios mentados, tres provienen de la oposición. Y, aunque se predique en contrario, el menos lesivo para la ciudadanía de a pie fue la trabazón de la salida de los diarios por apenas unas horas, sin consecuencias sensibles en su difusión y en su llegada a los lectores.

Ya que estamos en competencia y en contradecir sentidos comunes banales, añadamos que, hasta ahora, el conflicto mejor encaminado institucionalmente fue el de Kraft. Tomó tiempo, como es lógico, y derivó en retractación de la mayoría de los despidos, incluidos los de todos los representantes sindicales, mantenimiento de la fuente de trabajo y de los turnos laborales, proceso electoral para elegir nuevos delegados, con reelección de uno de los más combativos.

La medida de fuerza de mayor incidencia para los ciudadanos comunes, por buena distancia, es la huelga de subterráneos. La interrupción de servicios públicos esenciales tiene esas características, de ahí su gravedad y también su fuerza. El entredicho se traslada al usuario y no puede ser de otra forma porque es condición de su visibilidad, integrante sustancial de su eficacia. He ahí su lógica, que no equivale a su justificación.

Dos discusiones se cruzan en estas cuestiones: la justificación de la protesta y la de su magnitud. A trazos gruesos, y ya en el terreno de la opinión, este cronista cree que en todos los casos aludidos, los reclamantes tenían buenos motivos para protestar, la razón de su lado. La oportunidad, el tino y la proporción de las movilizaciones es otro cantar. Los trabajadores del subterráneo tienen derecho a reclamar su condición de sindicato simplemente inscripto, injustamente demorada. Cuando se cierre el conflicto, se podrá tabular sin prejuicios y con todos los datos a la vista si la lesividad a terceros es proporcionada o desmedida. La insolidaridad al interior de la clase trabajadora es un riesgo cierto del paro en servicios públicos. Los gremialistas debieron ponderarlo ayer y deberán sopesarlo en el futuro.

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Minorías intensas: Blumberg, Gualeguaychú, Cromañón, las corporaciones agropecuarias son ejemplos salientes de un fenómeno que signó los gobiernos kirchneristas: la metodología de la acción directa se “desclasó hacia arriba”. Fue capturada con buenos réditos por sectores distintos de los desocupados que hicieron punta desde los ’90. También se valieron de ellas sindicatos y comisiones internas, que pertenecen (como los desocupados) a la clase trabajadora pero que (a diferencia de ellos) disponen de instancias institucionales para hacer valer sus derechos.

El oficialismo despotrica contra ambas incorporaciones y dispone de buenos argumentos. Si el Gobierno funciona, si hay paritarias, intervención activa en los conflictos y Consejo del Salario, es abusivo que los muchachos salgan a la ruta o a la calle. Empero, casi todo el espectro sindical apeló al piquete o a la huelga de extrema prolongación, lindantes con la ilegalidad. El Smata, gremio privilegiado en la etapa, cortó la Panamericana. Los liderados por los Moyano lo hicieron con asiduidad. También trabajadores enrolados en la CTA o cercanos a partidos de izquierda. Dos motivaciones, una de derecho y otra de facto, inducen esa conducta. La de derecho, controvertible en cada caso, es la dilación excesiva (lindante con la negativa) de las vías institucionales. Son ejemplos el encuadramiento de los distribuidores de diarios o el reconocimiento del sindicato del subte. La de facto le viene emparentada y es bien simple: la acción directa “paga” en términos políticos.

La decisión inicial del kirchnerismo de limitar la represión del reclamo callejero fue válida y hasta sabia por sus sangrientos precedentes cercanos. Pero, dialécticamente, incentivó el recurso descubriendo un talón de Aquiles, que es difícil proteger. Los desempeños brutales y poco profesionales de las fuerzas de seguridad, como el ocurrido contra la movilización pacífica de la Mutual Sentimiento anteayer, sugieren que restringir su intervención sigue siendo prudente, aunque acaso no ideal. Las contrapartidas políticas de la opción, claro, subsisten.

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La decisión política: El lunes pasado, el Ejecutivo decretó “excepcionalmente” y por un día, “servicio público esencial” al transporte subterráneo. Trataba de ilegalizar el paro, motivando la intervención policial y judicial. La jugada no disminuyó la combatividad y decisión de los huelguistas, cual era previsible. Y tampoco derivó ni a la policía ni al Poder Judicial la competencia para actuar durante la medida de fuerza. La Federal o las fuerzas de seguridad en general cargan con la misión de prevenir presuntos ilícitos, que (una vez cometidos) deben ser investigados por fiscales o jueces. En el caso del transporte, es incumbencia de estos últimos. Pero, cuando el supuesto ilícito prolonga sus consecuencias (mientras sigue el paro), la eventual misión de limitarlas sin provocar un daño mayor recae, por evidentes razones técnicas, en las fuerzas de seguridad. O sea, que la decisión última es política, del Ejecutivo que las conduce y ayer las contuvo.

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Al extremo: La privación del transporte público damnifica e irrita a las personas comunes y castiga más a los de menores recursos. El malhumor se propaga y es innegable. En ese contexto, la derecha acecha, los refunfuños de Mauricio Macri y las tropelías sinceras de Susana Giménez son señales de alerta que militantes y dirigentes progresistas o de izquierda deberían tomar en cuenta.

Entre tanto, conviene bajar la exasperación y acotar las exageraciones. El de ayer no fue el primer paro que “tuvo de rehenes” a los pasajeros y a otros argentinos. La UTA, sin ir más lejos, es veterana en cesar la actividad en las vacaciones o feriados. Si el transporte no es, de ordinario, un “servicio esencial”, algo tiene que ver con habilitarle esa herramienta.

Las teorías conspirativas recorren tiendas surtidas. Los medios y la oposición ignoran que Hugo Moyano tiene vuelo propio, lo que probó durante gobiernos precedentes, como el de Menem o el de De la Rúa. Atribuir todas sus acciones al titiritero Kirchner es subestimar su peso relativo y simplificar una relación llena de aristas.

En la otra vereda, el kirchnerismo ve acciones concertadas de la oposición donde no las hay. Es grato al pensamiento peronista decidir que si hay críticas por derecha y por izquierda, se está en lo cierto. El teorema es reduccionista, máxime si se es gobierno, en cuyo derredor orbitan fuerzas diversas que pueden coincidir en determinadas prácticas.

En contraste con las demasías verbales, el default está distante, la maxidevaluación en octubre es otro mito urbano, la productividad legislativa y ejecutiva son notables. También es subrayable la magnitud institucional de algunas normas o proyectos en trance: medios, asignación universal, matrimonio gay, aunque ayer los diputados pegaron un cuestionable faltazo.

La coyuntura es compleja, para nada lineal ni binaria. La radicalización de la protesta, la autolimitación del monopolio estatal de la fuerza, las contradicciones de esos procesos integran un universo digno de lecturas menos enardecidas y panfletarias que las dominantes.

En tributo a esa complejidad el cronista confiesa algo que pudo decir antes: no tiene una solución mágica a la mano para salir de estos bretes en un santiamén. Y no cree que invocar las políticas de Estado, convocar a etéreos consensos o exigir al Gobierno que diga “abracadabra” sirva de mucho.

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