Dom 20.12.2009

EL PAíS • SUBNOTA

Ciudadanos bajitos

› Por Mario Wainfeld

Son más de tres millones y medio los menores cuyos padres perciben la asignación universal. Los funcionarios que la instrumentan confían en llegar antes del fin del verano a cinco millones y medio. La cifra empardaría la de chicos cubiertos con las asignaciones familiares contributivas, que cobran los trabajadores formalizados. Las cantidades dan cuenta de la magnitud de la medida, cuyos efectos seguramente se propagarán veloces en el consumo y en el mercado local. Después, se estima, las incorporaciones serán más pausadas. Queda afuera un conjunto, indeterminado pero quizá cercano al millón de pibes, sin documentación, que deberán transitar por esos trámites previos.

La ampliación de la esfera de ciudadanía, el shock keynesiano, son efectos innegables y virtuosos, que halagan válidamente la autoestima oficial. Queda pendiente, empero, una labor ineludible que es corregir desviaciones legales, de implementación y de trámite que dejan afuera del derecho universal a quienes les corresponde. Sirve, al efecto, una precisión conceptual: en materia de planes sociales es más grave el “error de exclusión” (desamparar a alguien con derecho) que el “error de inclusión” (sumar a quien no corresponde). El principio general (que contradice pulsiones periodísticas y de ciertas ONG especializadas en pesquisar a los pobres) se redobla en un programa de pretensión universal.

El decreto original fue reglamentado, las dos normas contienen exclusiones impropias. La burocracia de la Anses, que en el trazo grueso ha rendido bien, añade seres de carne y hueso a la casuística de la discriminación. Vayan algunos ejemplos, que no agotan la lista:

El más injusto es el que excluye a los hijos de trabajadores informales que ganen por encima del salario mínimo vital y móvil (smvm). La discriminación es patente pues no les cabe a los laburantes “en blanco”, cualquiera fuera su sueldo.

Las empleadas domésticas formalizadas, dejadas de lado en el decreto, fueron incorporadas pero también se les impuso el indebido techo del smvm.

El aporte accesorio por escolaridad (20 por ciento de la mensualidad) se paga contra acreditación de escolaridad en establecimientos públicos. Dado que el sistema educativo admite las escuelas privadas, la segregación es incorrecta. Peca de incongruencia, además, porque el Estado fomenta este sector y lo subsidia generosamente, lo que hace que muchas cobren aranceles mínimos o sean gratuitas. Desde un ángulo costumbrista resaltemos que muchas familias eligen estas escuelas pues le ofrecen el anzuelo de más días efectivos de clase. Desde el ángulo del espíritu de la ley es obvio que los papás que se sacrifican por esa opción (opinable pero cobijada por la ley) cumplen el mandato que se les exige, escolarizar a los hijos.

Los monotributistas quedaron excluidos. Muchos de ellos son personas de bajos ingresos, en buena proporción trabajadores de temporada que laboran pocos meses al año. La supresión buscó precaver abusos de gentes de clase media de nivel alto pero sin ingresos probados. Ese prurito de la Casa Rosada, reproducido por la Anses, trastrueca el criterio sobre el “error de exclusión”.

En la práctica, esa traba se acentuó porque se está negando el ingreso universal a hijos de un trabajador informal (o una doméstica) y de otro monotributista. Esos chicos no son titulares de ninguna asignación. A los de trabajadores formales siempre les toca una. Y si los dos padres están formalizados, pueden elegir la más alta (que se corresponde al salario más bajo). Otra diferenciación inexplicable.

Entre los funcionarios que trabajan la cuestión, hay dos tendencias marcadas. Los que reconocen, off the record más vale, la impertinencia de esas limitaciones, pero las justifican para evitar excesos de los demandantes. Ellos prometen que, cuando se haya concretado la masa de las inscripciones, se repararán esas desviaciones. También hay otros que porfían en que el sistema es justo, incluyendo esas marginaciones.

La polémica fáctica entre los obsesionados por los errores de exclusión y los que priorizan los de inclusión alude a cientos de miles de menores. Ciudadanos bajitos que claman por ser iguales a sus pares, sin distingos basados en la suspicacia que desvirtúa en parte la (formidable) pretensión universal de la medida.

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