EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
El Acuerdo para la Seguridad Democrática (ApSD) congregó un abanico notable de adherentes, que se escenificó en el Congreso. Dirigentes del oficialismo y la oposición, de las vertientes kirchneristas y federal del peronismo, del radicalismo, de la Coalición Cívica, del socialismo, del GEN, de las variadas expresiones del centroizquierda. Organismos de derechos humanos e instituciones con largo millaje recorrido en defensa de las garantías constitucionales, entre ellos el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la Comisión Provincial de la Memoria. Las dos centrales de trabajadores, religiosos, académicos, funcionarios con millaje en la materia, cien etcéteras.
Ese conjunto alcanza (porque persigue) una vasta representatividad pero no aspira a la vacua unanimidad tan de moda últimamente. Construye un consenso de fronteras amplias pero precisas, definido por principios y polariza con quienes piensan distinto. Del otro lado (enfrente) quedan los predicadores de la mano dura, del manejo de la seguridad por las fuerzas policiales y no por los gobernantes elegidos por la ciudadanía, los apóstoles de la demagogia punitiva. El Acuerdo no se enuncia en nombre del imposible ciento por ciento, sino que define dos campos que confrontan en la arena democrática.
La inevitable generalidad del texto presentado ayer (y anticipado en su totalidad por este diario) imponía obviar nombres propios, pero hay varios protagonistas señalados y reprobados por el Acuerdo. Sin agotar la lista, los principales son lo gobernadores Daniel Scioli, Celso Jaque y Mauricio Macri.
El mandatario bonaerense ranquea primero, por la magnitud de su provincia y por su escalada de mano dura. Resignó las incumbencias del gobierno a favor de la Bonaerense, enhebró un fracaso tras otro y, ante cada revés, dobló la apuesta. Con el caso Pomar a cuestas, se empecinaba en promover el Código contravencional para sancionar la portación de aspecto, la detención de menores para dar rienda suelta al clasismo y racismo policial. La frutilla de ese indigesto postre es reformular el régimen de excarcelaciones, haciendo propio un tópico facilista de políticos irresponsables y comunicadores iletrados.
El mendocino Jaque es otro ejemplo de obcecación represiva, formulada con todos los lugares comunes salvajes que, se supone, expresan “la rabia de la gente”. Sus desempeños han sido pésimos y su cosecha electoral patética, ninguno de esos datos lo disuade.
La Policía Metropolitana de Macri –cabe reconocer– ha causado por ahora menos daño que otras fuerzas uniformadas. Pero consiguió un sugestivo record: cometió delitos y actos de corrupción antes de entrar en funciones. Es un suceso extremo, pero no descolgado: prueba que una determinada concepción degenera inevitablemente en violaciones legales de todo pelaje. La mano dura y la falta de autoridad civil no son un freno al crimen, sino un acicate para que éste se practique desde el propio Estado. La Metropolitana (con ñoquis, causas judiciales amañadas y espionaje ilegal antes de salir a la calle) es un ejemplo de laboratorio.
Hay otro ejemplo de laboratorio, que viene a cuento: el episodio de la familia Pomar, que evidenció clásicas carencias de la mejor del mundo. Corroboró su impericia para investigar algo sin valerse de apremios ilegales, invención de culpables u otros rebusques que son el alfa y el omega de su modus operandi. Su torpeza arrastró a demasiados periodistas, que no supieron poner distancia profesional e intelectual respecto de fuentes capciosas, inútiles, fantasiosas y perversas. El accidente de la familia Pomar, su absurda pesquisa, mostró las costillas de la Bonaerense y las pésimas decisiones políticas de Scioli y Carlos Stornelli.
Si hay aludidos por la negativa en el Acuerdo también hay una tácita convalidación de funcionarios y académicos que trataron de imponer otra concepción. Varios figuran entre los firmantes, entre ellos Marcelo Saín, Gabriel Kessler y Alberto Binder, pero seguramente el principal reivindicado es León Arslanian. En espejo invertido con Scioli, se pondera su acción comprometida en el territorio más arduo de la Argentina. La valorización del ex camarista federal y ministro –permítase una subjetividad del cronista– es como la del técnico de fútbol Angel Cappa. No hace centro en los resultados sino en la filosofía de su juego, frontalmente alternativa a la Vulgata dominante.
El ApSD construye un paraguas político enorme e impone un reto a sus firmantes: transformar los buenos deseos en acciones y normas. A los dirigentes les propone un límite implícito que es renunciar a “correrse por derecha” en esta materia, una tentación siempre latente cuando Susana, Mirtha o Marcelo laburan de referentes mediáticos.
Formulado desde un espectro entre republicano y progresista, el Acuerdo internaliza la legitimidad de la demanda ciudadana de seguridad. La dialéctica cotidiana, la réplica a los sofismas y exageraciones de los medios y los políticos de derechas a veces inducen a desconocer la magnitud del fenómeno y su relevancia en la agenda democrática. Reconocer esa prioridad, proponer un abordaje propio con herramientas constitucionales y develar las flaquezas de los antagonistas es una tarea imprescindible, quizá no imposible pero sí bien difícil.
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