EL PAíS
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Dos lógicas, una misma respuesta
› Por Martín Granovsky
Los atentados a las sedes del peronismo y el radicalismo suenan bien cuadraditos: bombas caseras puestas de madrugada contra la fuerza política dominante y la que en la última etapa del bipartidismo representó varias veces el otro polo.
¿Qué buscaban los que pusieron las bombas? Hasta anoche nadie había reivindicado la autoría por ningún medio, y menos aún dado una explicación, pero en un atentado siempre hay un principio de mensaje indicado por el blanco. El asesinato de José Luis Cabezas pudo haber querido consagrar la opacidad de Alfredo Yabrán o confirmar el poder mafioso de la Bonaerense. Los pequeños petardos con los cajeros automáticos pudieron haber intentado señalar que los bancos extranjeros son el mal que debe ser erradicado de la Argentina. Si esta lógica es cierta, alguien pudo haber querido señalar que el enemigo del pueblo son los partidos políticos tradicionales. Más aún: pudo haber procurado congraciarse con la gente y su grito de “que se vayan todos”.
Sin embargo, al no haber autoría con todas las letras, y autoría verdadera, no solo verosímil, los motivos del atentado quedan en el reino de la especulación. Y cuando el Estado no investiga a fondo la trama de episodios como los de ayer a la especulación se suma, además, la posibilidad de que también haya intervenido algún sector de los servicios de inteligencia, o de alguna fuerza de seguridad, o de ex miembros de una fuerza de seguridad. Es una lógica distinta a la anterior. El objetivo no consiste en realizar un acto de propaganda sino en ensuciar aún más la realidad para que cualquier hipótesis sea creíble. Cuando esto ocurre, se sabe, una sensación de inquietud suele invadir a los ciudadanos.
El ejercicio del terror nítido, más o menos intenso, más o menos cruento, cambia la dinámica de la política y termina perjudicando no solo la protesta sino, incluso, formas de acción directa como el corte de calles y rutas.
El terror confuso crea la percepción de que cualquiera puede ser una víctima, y entonces el miedo se instala.
Una dictadura puede provocar o justificar la violencia directa. Una democracia sin posibilidades de expresión también. Pero la Argentina no vive ninguna de esas dos situaciones. No hay dictadura hace 19 años. El país es injusto, cada vez más desigual, con un nivel de pobreza superior a la mitad de la población y un grado de frustración notable, porque la caída resiente, pero no están cercenadas las chances de protestar ni de hacer visible la protesta. Ni siquiera la ola de detenciones a militantes sociales o dirigentes piqueteros logró triunfar o pasar sin despertar reclamos y exigencias. Es verdad que en los barrios más alejados del centro de la ciudad la vida cotidiana es políticamente más dura y riesgosa, pero aun esos riesgos se hacen notar y convocan distintas solidaridades.
En estos casos es cuando se prueba la eficacia de los partidos políticos:
- Por un lado deben interpretar la protesta y canalizarla para que nadie se sienta tentado al delirio, si es que éste fuera el caso de las bombas contra el PJ y la UCR. Es lícito pensar que la Argentina vive una situación prerrevolucionaria o revolucionaria. Es absurdo, porque la Argentina carece de sólidos instrumentos políticos de cambio, pero cualquiera tiene derecho a pensarlo. El problema viene cuando un grupo considerada agotada una etapa de la democracia y decide iluminar a las masas supuestamente ignorantes “enseñándoles” quién es el enemigo mediante una acción que suplanta a los protagonistas.
- Por otro lado los partidos y los movimientos sociales más avanzados deben conseguir que el Estado investigue y esclarezca sin inventar chivos expiatorios, y evitar a la vez que los servicios se transformen en fuerza de choque.
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