Dom 12.09.2010

EL PAíS • SUBNOTA

Giros de tuerca

› Por Mario Wainfeld

La Anses suspendió los pagos de la Asignación universal por hijo (AUH) a los padres que educan a sus hijos en establecimientos privados. La reacción fue inmediata, provino de madres y padres afectados, de gobernadores y legisladores de variadas banderías. La jerarquía de la Iglesia Católica, que regentea una parte relevante de las mismas, había puesto el grito en el cielo, hablando de 300.000 damnificados. Seguramente no llegan a la mitad, aunque vale consignar que se trata de proyecciones: hasta ahora se cargaron datos sobre la escolarización de alrededor de dos millones de chicos, faltando alrededor de un millón y medio.

Hubo llamadas urgentes a la Casa Rosada de parte de Sergio Urribarri, gobernador entrerriano del Frente para la Victoria (FpV). El socialista santafesino Hermes Binner telefoneó a parlamentarios y funcionarios nacionales de alto nivel. La protesta social se expresó en barrios populares en ambas provincias, al menos. También hubo toma de una oficina de Anses. Urribarri se comprometió a pagar a los “desenganchados” entrerrianos con fondos provinciales un monto igual al que venían percibiendo.

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner decidió retractar la medida a menos de 24 horas de su propagación. Página/12 informó en exclusiva el cambio, que regirá hasta fin de año. Para entonces, el titular de la Anses, Diego Bossio, anunció que se estudiará “caso por caso” para evitar subsidiar a quienes pagan una matrícula costosa en escuelas privadas.

La revisión fue veloz y no causó gravamen (hubo suspensión de pagos, no bajas administrativas), lo que es celebrable en un oficialismo que suele empacarse en sus errores. La provisoriedad de la medida y una eventual reaparición, en cambio, ameritan una discusión a fondo, que esta nota pretende insinuar.

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La AUH no es plenamente universal pero propende a una amplísima cobertura. Se concede de modo amigable, con nulas mediaciones políticas o clientelares, contra la prueba de requisitos sencillos. Es un derecho de los menores de hasta 18 años, aunque, por razones legales evidentes, la perciben los jefes de familia, muy preponderantemente mujeres. Se rige por dos decretos, el 1602/2009 que la estableció y el reglamentario. Son normas de rango bajo, que pueden ser reformadas por el Ejecutivo sin mayor trauma ni cinchadas políticas, para eso se eligió la instrumentación.

En el primer trazado había exclusiones enojosas. Una chocante, la de las trabajadoras domésticas formalizadas, se reparó casi de inmediato. Tiempo después se reconoció derecho a la AUH a los hijos de los presos con condena, la reciben sus familiares en libertad. Queda pendiente de decisión el trato a los encarcelados durante el proceso, que debería ser aún más laxo dado porque son inocentes hasta que haya condena firme.

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Hasta ahí las correcciones deseables más significativas. Pero persisten desamparados grupos de trabajadores cuyos hijos deberían estar tutelados. Citemos algunos.

Los monotributistas de bajos ingresos, a menudo laburantes que se inscriben con mucho esfuerzo para tener jubilación y obra social, pero huérfanos de otras coberturas.

Los informales que ganan por encima del salario mínimo vital y móvil. Se priva a sus hijos de un ingreso que sí tienen empleados en relación de dependencia, de hecho mejor tutelados, así ganen el triple que aquéllos.

Los trabajadores de temporada para el lapso en que están sin conchabo formal. Sólo reciben asignaciones familiares durante un puñado de meses.

Un prurito excesivo de evitar acumulación de beneficios también priva a quienes reciben beneficios laborales y sociales transitorios, como el seguro de desempleo o el plan Empleo Joven.

Según la propaganda gubernamental, que como es lógico redondea a favor las cifras, hay un 10 por ciento de chicos sin protección alguna. La cifra es un avance enorme, comparado con 2003 o 1993, pero detecta una meta incumplida.

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Se llama “condicionalidades” a los requisitos que deben acreditar los aspirantes a la AUH. Una de ellas es probar con certificados la escolarización en “establecimientos educativos públicos” y atención médica de los menores. Desde el vamos, muchos funcionarios nacionales y provinciales bregan por ampliar la cobertura a quienes asisten regularmente a escuelas privadas. Lo hacen gobernadores, los ministerios de Educación nacional y de la provincia de Buenos Aires y el Ministerio de Trabajo. Los argumentos son simples y atendibles. La intención es motivar al grupo familiar a sostener la educación. Esta, de acuerdo a las leyes actuales (discutibles pero vigentes), abarca educación pública y privada. Muchas personas pobres confían sus hijos a escuelas privadas por motivos variados, algunos opinables, otros irrefutables: falta de oferta estatal, presunción de que tendrán más días de clase efectiva son los más comunes.

Algunos pagan matrículas altas, otros no. Todos hacen un sacrificio importante, presumiblemente desde antes de la entrada en vigencia de la AUH. Es exorbitante privar a esas familias siendo que se ocupan de instruir a sus hijos.

El censo que encarará a tambor batiente el Gobierno no debería justificar bajas de beneficiarios pero sí puede ser una buena oportunidad para poner en cuestión subsidios inmensos pagados a institutos privados que no lo necesitan.

Bossio explica que hay escuelas subsidiadas por el Estado que cobran cuotas exorbitantes a sus educandos. Si así fuera, es una falta grave: merece corrección a través de las autoridades competentes pero no amerita una suerte de sanción a las familias. Un sencillo decreto podría paliar el entuerto, si mediasen congruencia ideológica y decisión política.

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Un vistazo sobre el padrón de niños cubiertos por la AUH da cuenta de que esta cuestión forma parte de una traba más vasta. En diciembre de 2009, a poco más de un mes de la entrada en vigencia, se habían inscripto 4.301.525 menores. En razón de bajas varias por superposición de subsidios en marzo de 2010 el número se redujo a 3.518.245. Desde entonces no se incrementa, en términos globales. En julio llegaba a 3.481.082 menores, que viven en 1.844.483 hogares, lo que da una media de 1,89 chicos por grupo familiar. El número de pibes por hogar es muy variado en diferentes regiones del país.

La matriculación veloz fue un mérito impactante, que dejó pedaleando en el aire a medios que especulaban con la lentitud del Estado o con escenas patéticas de embotellamientos o maltratos. Pero esa celeridad, debida en buena medida al desarrollo informático de la Anses, muy bien empleado, juega en contra en tiempos ulteriores.

En ambos casos, no es la tecnología lo que incide sino el criterio de quienes la manejan. Una vez logrado un núcleo sólido de beneficiarios, se presta más atención a precaver dobles inscripciones o pretensos abusos ciudadanos que a la trabajosa tarea de buscar a quienes todavía no gozan del beneficio. Se trata, estiman funcionarios y trabajadores sociales con mucho territorio recorrido, de los argentinos más sumergidos, menos informados, más desarraigados, eventualmente indocumentados. Buscarlos “de a uno” es un reto formidable que redondearía la grandeza de la movida. Pero en ciertos funcionarios quedan vestigios de los criterios focalizadores de los años ’90 o de la prédica de ONG supuestamente biempensantes que se entusiasman con pescar a una señora gordita del suburbio o a un changuista que se cuelan en los intersticios del sistema. Si lo hacen para sostener a sus familias (quien conoce a los pobres sabe que casi siempre es así) merecerían, si se permite una licencia poética, más un monumento que una cesantía.

El pensamiento opuesto, temiendo que se acojan a la AUH arquitectos o psicólogas mañeros, puede derivar en contraindicaciones injustas. En un plan cuasi universal, entre dos “males”, es mucho más grave que quede afuera un pobre que no tiene otro paraguas que la colada de un medio pelo abusador. Por otro lado, el Estado cuenta con los instrumentos para dar con tales avivados.

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El padrón no crece desde hace seis meses, siendo patente que quedan ciudadanos no protegidos. La AUH está subejecutada respecto de su potencial. Esa debería ser la primera obsesión de quienes la gestionan.

El impacto de lo ya realizado es enorme: merma de la pobreza, reducción casi absoluta de la indigencia, crecimiento de la matrícula escolar y del consumo popular, incentivo al desarrollo local y a pequeños comercios en barrios humildes. Hay otros indicadores. Por ejemplo, subió la matrícula escolar en tanto la demanda de guardapolvos al sistema educativo fue menor que en años precedentes, lo que comprueba que sus familias los pueden comprar. Las cantidades de basura en barriadas y villas del conurbano bonaerense se incrementaron significativamente, en correlato con el consumo de sus pobladores.

Las reacciones producidas por la suspensión del beneficio a una proporción limitada de los beneficiarios, comprueba curiosamente su eficacia. Es central para la paz social, para las economías provinciales. Una vuelta más de tuerca, en el sentido virtuoso, reforzaría el salto de calidad. Como es tendencia en la política de masas, la sabiduría está en abrir, no en cerrar.

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