EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Cuando un tribunal rechaza un recurso por razones procesales, se dice, en jerga, que “le puso la plancha”. “Plancha” es sinónimo de “sello”. Se aducen cuestiones formales, bastan unas líneas preescritas para fundar. El voto minoritario de Carmen Argibay y Enrique Petracchi se reduce a una fórmula clásica que tiene seis renglones. La mayoría eligió un camino un poco más sofisticado. Concuerda en lo sustancial con lo decidido por la minoría, aunque le agregó una limitación a la sentencia recurrida y algunos argumentos, que la complejizan.
La sentencia, en promedio, supera a “la plancha” pero está por debajo de lo que debió ser.
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La regla es que las medidas cautelares no habilitan el recurso extraordinario. Hay excepciones consagradas por la jurisprudencia de la Corte. La actual integración ha hecho uso de ellas más de una vez. Son tan canónicas como el principio general en que se basa la sentencia. La “gravedad institucional”, de ardua definición, es una de ellas. Otra es evitar que la cautelar sea (por decirlo en lenguaje llano) un simulacro con efectos similares a los de una sentencia.
Las cautelares –también es norma– son excepcionales (en caso de duda no deben ser acogidas) y deben regir por tiempo limitado.
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La resolución se veía venir, se ha escrito bastante en forma anticipada. Este cronista también lo hizo y anticipó que “poner la plancha” era la peor de las tres opciones clásicas disponibles. Las otras dos alternativas partían de tratar el fondo del asunto. Aceptada esa premisa, quedaba la disyuntiva de confirmar o revocar. En esa opción, el cronista opina que lo más justo era admitir el recurso extraordinario. Pero, aun revocando, una decisión que incursionara en el fondo hubiera sido de mejor calidad institucional y más jugada.
La gravedad del caso es patente. Lo resuelto suspende por un plazo indeterminado, sí que forzosamente largo, la vigencia de un artículo central de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LdSCA). Más allá del mandato de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, conjugando con el afán de Clarín. El principal jugador del sistema de medios quedó a cubierto, por un buen rato, de una de las básicas cláusulas antimonopólicas de la LdSCA.
La mayoría, eso sí, limitó en el tiempo la medida de no innovar otorgada en ambas instancias previas. El juez y la Cámara la habían estipulado por toda la duración del juicio, desmesura vergonzosa y arbitraria que la Corte debió señalar con rigor (o tan siquiera señalar). Dice bien el Tribunal, eso desnaturaliza el carácter transitorio de una cautelar. He ahí el acierto del fallo. Lástima que los Supremos no fueron consistentes con el correcto principio que establecieron. Entre otros motivos, porque se quedaron muy cortos puestos a garantizar que el plazo de la cautelar fuera “razonable”.
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La Corte hubiera podido fijar ese plazo, abreviando demoras y agregando certezas. “Lo discutimos”, explica un cortesano amable al cronista, “pero no llegamos al consenso”. Añade que esa precisión quizá no cabe en una medida cautelar.
El razonamiento, la autolimitación, contradicen la praxis de una Corte que ha sido innovadora y audaz en cuestiones procesales y de fondo, desde las audiencias públicas hasta las interpelaciones a otros poderes.
La Corte tampoco le impone al juez de primera instancia pronunciarse. Establece que “podrá” hacerlo de oficio. “Podrá”, casi equivale a “podría”: es potestativo, no imperativo. El Estado, añade el voto mayoritario, está facultado a exigirlo.
Sólo un profano en tribunales supondría que el rumbo señalado induce a un trámite expeditivo o tan siquiera veloz. El planteo debe hacerse en primera instancia, correrse traslado a Clarín, resolverse, apelarse, ser decidido por la Cámara, llegar a la Corte... el itinerario concede larga vida a la cautelar. Si hay algo garantizado en los tribunales argentinos es la demora. Nadie puede pronosticar cuánto, el cronista levanta apuestas: por la parte baja duplicará el plazo fijado por ley, un año. Si así sucediera, la pretensa corrección fallaría en su cometido: la actora tiene garantizado un término vaticano sin desinversión.
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En el cuarto piso de Tribunales, donde se aposentan los cortesanos, se piensa diferente. “Hemos dado una señal importante, establecimos que la ley está en vigencia y que no está en tela de juicio su inconstitucionalidad.” En algunas oficinas de Gobierno se piensa parecido. Se exorbita el valor de una afirmación redundante: no se trataba de un aspecto sujeto a la competencia de la Corte. Más vale que la ley está vigente, aunque con una excepción descomunal. Incluso si “la plancha” hubiera sido unánime, la constitucionalidad y la vigencia seguirían intactas, no estaban en cuestión.
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El voto mayoritario diferencia, válidamente, el caso “Clarín” del juicio “Thomas” en el que un diputado peronista federal consiguió la suspensión general de la LdSCA. Entonces, había quien pleiteaba sin estar legitimado, logrando una medida exorbitante. En ese fallo, la Corte fue muy severa con la mala fe procesal. La impresión del cronista es que licuó esa sabia resolución con la floja de ayer. El mensaje es otro: no cualquiera puede obtener cualquier cautelar, pero si actores legitimados (las empresas de medios) van por cautelares restringidas, la Corte no intervendrá o casi no intervendrá. Una caja de Pandora en ciernes, catalizada por la magnitud de los intereses en juego, la porosidad de la mayoría de los jueces a los poderes corporativos y la laxitud del forum shopping (la ilegalidad de elegir, un juzgado solícito). Al internarse en el fondo de la cuestión, la Corte emitía un mensaje restrictivo, que ayer revisó a la baja.
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Debe agregarse un matiz al párrafo anterior. En nuestro sistema constitucional ningún tribunal queda atado por sus precedentes. La Corte puede reparar, cambiar o poner patas arriba lo decidido en Clarín hoy mismo, en un caso igual o similar. Si hay un desborde de cautelares, que es lo que avizora este escriba, podría mejorar su fallo. Otra vez, el potencial: podría.
De momento, como dice el ingenioso jurista Gustavo Arballo en su estimulante blog Saber derecho, la Corte pateó la pelota para adelante, no la tiró a la tribuna. El problema en el mundo real, agrega esta columna, es que la potencialidad de los litigantes para “hacer tiempo” es descomunal. Ese es uno de los nudos del conflicto en trance.
Con un futuro abierto, sería exorbitante hablar de un punto de inflexión en la trayectoria de la Corte. Personas del común, mandatarios, legisladores o jueces incurren en errores o inconsistencias alguna vez. Sería un abuso presumir que hay un cambio de tendencia de un tribunal que ha tenido desempeños encomiables. Simplemente, habrá que ver.
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Queda para un análisis más fino el impacto de la suspensión del plazo de “desinversión”. En el primer nivel del oficialismo hay discrepancias, adelantadas en columnas anteriores. Hay quien opina que se pegó en el espinazo de la ley antitrust: el oligopolio más grande no se desprende de sus licencias por largo rato, que se proyecta hasta el próximo gobierno. Otros piensan que otros cambios, que siguen indemnes, contrapesan en buena medida: la existencia de nuevos licenciatarios, los derechos del sector sin fines de lucro, las reglas sobre producción nacional y local, entre otros.
Es una polémica interesante, que se irá desentrañando a medida que pasen los meses y cuyo desenlace dista de estar sellado. Depende (en fracción no desdeñable) de la voluntad del Estado y de nuevos actores. Claro que el estímulo a la promoción de cautelares que, quieras que no, incluye la sentencia Clarín también les abre juego a quienes quieran embretar esas medidas. La asombrosa suspensión de la aplicación de la grilla es un ejemplo chocante, bien puede haber otros.
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La Corte menemista hubiera fallado como lo hicieron Argibay y Petracchi: un haiku procesal y mano libre a las corporaciones. La mayoría de esta Corte, tras un intenso debate interno sobre el que se volverá en días inmediatos, se inclinó por una respuesta más completa, florentina en términos políticos, acaso culposa como sugiere también Arballo.
En esencia, hubo unanimidad a favor de la actora sobre el caso concreto. Lo demás, son palabras: un viejo proverbio procesal señala que “lo que no está en el expediente no está en el mundo”.
No se plasmó el peor fallo imaginable, mucho menos uno deseable. Como fuera, a mayor complejidad, mayor calidad y más apertura a la acción de los operadores políticos o de los abogados que defienden el interés público. Esa es la, pequeña, buena noticia para quienes aspiran a cambiar el esquema vigente. Los otros, en el rectángulo de juego, tienen más motivos para festejar.
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