EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
En 2007, tres periodistas y un fotógrafo de Página/12 fueron a El Calafate a hacerle un reportaje a la senadora Cristina Fernández, ya elegida Presidenta, aún sin asumir. Un rato después, el cronista caminaba con Néstor Kirchner por ahí. El entonces presidente se llevaba poco con los porteños pero se permitía aspirar a su redención. “¿Vendría a vivir acá?” El escriba, exagerando, respondió que podría pasar veinte días, para desenchufarse. Kirchner argumentó: “Acá se piensa mejor. ¿Vio que uno a veces piensa demasiadas cosas al mismo tiempo, se desordena? Acá la cabeza se ordena”. Podrá ser, pero su cabeza era ordenada, sistematizada. Pensaba en vectores, en trazos gruesos pero con mucha más claridad y menos atropello que su verba.
El cronista le hizo cuatro reportajes, uno como candidato, tres como presidente. La conversación empezaba antes de que se encendiera el grabador y seguía después. Podía haber un intermezzo futbolístico pero todo era política. No había gran diferencia entre la entrevista y el tramo de charla.
Como se conoce, a veces se enfadaba por una nota. Al cronista le tocó, en varias ocasiones. Llamaba por teléfono o discutía de cuerpo presente. “¿Puedo criticar?” empezaba, burlón. Había leído en detalle, podía embroncarse mucho o chicanear o las dos cosas. “Usted se equivoca”, dijo muchas veces y se zambullía en largas disquisiciones a menudo salpicadas por cifras de todo pelaje. Jamás le dijo “cállese la boca”. “Usted tiene que entender –cualificaba– porque usted militó, hizo política.” Eventualmente había acuerdo, la mayoría de las veces, no. “Con reshpeto, eh?”, terminaba, si mediaba el celular. Si había cercanía, solía saludar, palmear, mordiéndose el labio inferior como corroborando su afectividad. Era desmañado, torpe, afectivo.
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No es el personaje que le cuentan por ahí, lector. Es el que conoció el escriba. Chimentan que jamás aprendió nada, es raro porque sabía mirar. Reconoció, en su gira de campaña, que jamás había imaginado (no ya visto) la pobreza del norte argentino, tan diferente a la patagónica. Aprendió la relevancia de la política internacional que consideraba un perdedero de tiempo cuando desembarcó en la Rosada.
El miércoles a la noche el presidente Lula da Silva, uno de los más grandes estadistas del mundo, lo describió mejor que muchos académicos o periodistas argentinos. El ecuatoriano Rafael Correa y el boliviano Evo Morales dijeron que no serían presidentes ahora, de no haber mediado el activismo del hombre de trajes cruzados. Hay que oír lo que dicen de él los principales dirigentes de la Concertación chilena, tan distintos en estilos, formación y modales. Un compañero, entendían, aunque abrupto y barullero como suelen ser los argentinos.
Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, le solicitó a su colega Cristina Fernández quedarse en la capilla ardiente hasta que llegara el bolivariano Hugo Chávez. “Quiero darle un abrazo en público, acá, frente al presidente Kirchner.” Habrá razones de política doméstica, lógicamente. Pero también mediaba un reconocimiento. Raro para ese dirigente que “nos aisló del mundo”.
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Si el cronista entendió bien a Max Weber (no tuvo tiempo ni ganas de repasarlo en estos días), el líder carismático es aquel que consigue legitimidad, obediencia, a través de su obra. Su poder no emana ni de la ley previa ni de la tradición, lo validan sus acciones. Como Hércules, si el lector prefiere la mitología, forzado a cumplir hazaña tras hazaña. O como los profetas, como el mismo Jesucristo, que predicaba bien pero a quien le exigían milagro tras milagro para reconocerlo como Mesías. Son comparaciones desmesuradas, meros ejemplos didácticos, se aclara por las dudas.
Kirchner, sin votos, sin conocimiento público, sin mucho tiempo para revalidarse captó que se legitimaría por las obras. Seguramente no había leído a Weber pero tenía las ideas claras.
Sus obras, sus hechos le fueron agradecidos por una marea humana, como lo debió soñar alguna vez porque lo apasionaban y conmovían las multitudes.
Lo lloraron también minorías organizadas, los movimientos de derechos humanos, la comunidad gay, dirigentes sociales de muy abajo. Amén de trabajadores organizados, que mejoraron mucho su posición relativa.
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Los denuestos que le propinaron otros argentinos tienen, al menos, una virtud: comprueban la libertad de expresión que existe en estas pampas.
No hubo unanimidad, más vale. También se festejó su muerte, en ámbitos privados, en diarios poderosos intramuros y por escrito. No se fue con la aprobación unánime de la “opinión pública”. En una sociedad diversificada y pluralista eso es, afortunadamente, imposible. Como fuera, se palpó una aprobación masiva importante, que contradijo la leyenda del hombre aborrecido, solo en palacio, que sólo lograba eminencia y autoridad a golpes de caja y aprietes.
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Partido en plena actividad, el legado se sigue tramitando. Cien interrogantes quedan abiertos ¿Cerrará “el modelo”? ¿Habrá llegado a su techo o a un cuello de botella? ¿Terminó un ciclo? Dependerá de cientos de factores. Esos debates prosiguen, en una sociedad más politizada que la que encontró y con más recursos económicos, que subsidian las polémicas. Ahora son posibles hipótesis de trabajo que antes eran delirantes.
Nadie se lleva la unanimidad, nadie es dueño de la razón. No era malo su oxímoron “verdad relativa”. Eso sí, algunos dictámenes y profecías quedaron refutados tras su desaparición prematura. Hubo quien vaticinó que terminaría como Nicolae Ceausescu. Pero el hombre tuvo a bien morir entornado de amor y agradecimiento popular, contemporáneo a su acción, como Perón o Evita.
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