EL PAíS • SUBNOTA › CRONICA DEL INDOAMERICANO
› Por Emilio Ruchansky
Cuando Cristina Isfert sonríe brillan un corazón y una flor diminutos, ambos incrustados en sus dientes. No son de oro, aclara la mujer, oriunda de los barrios altos y pobres de La Paz, en Bolivia. “No vaya a creer que me sobra algo”, dice sentada en dos bloques de hormigón, comiendo pepitas y tomando chocolatada en un tupper, que acaba de entregarle una asociación benéfica. No aparecieron ni los remedios ni la comida ni el agua; los víveres prometidos por el gobierno porteño. La mujer ocupa uno de los tantos lotes del Parque Indoamericano, en Villa Soldati. “Estamos oprimidos en casa, somos muchos, así que les cuido este lugar a mi hija y a mis tres nietos”, cuenta Isfert. Para vivir, lava ropa y cuida a los bebés de “señoras del centro”. Por hora, asegura, “le pagan siete pesos y en negro”. Ayer, la toma se amplió en el Indoamericano con cientos de nuevos ocupantes.
Alrededor de ella, entre los escombros y las líneas divisorias, cientos de hombres, mujeres y niños se distraen jugando al fútbol, a las cartas, tomando mate o charlando con sus nuevos vecinos. Cada tanto, se arma un tumulto porque a alguien le quieren quitar el terreno. “A los bolivianos no nos defienden tanto”, se lamenta Isfert, que tiene casa en la Villa 20 y enseguida se acusa: “Algunos venden los terrenos, me dan vergüenza. Yo no los vendería, ¡si los necesita mi hija!”
A dos parcelas, el boliviano Arsenio Quispe dice que está “fatigado”, que no entra su familia en el cuarto que alquila en la Villa 20. Trabaja doce horas diarias en un taller de ropa clandestino en Flores y gana, según dice, 1300 pesos. Detrás de él, dos chicas bajan con palas un conciso montículo de tierra. Al lado, con las rocas, troncos y hierros de este parque que parecía un baldío, cuatro muchachos hacen fuego y preparan un guiso en una olla negra, tiznada de tanto calentarse con brasas.
Quispe cuenta que le quitaron la mitad del terreno que ocupó pocas horas antes. “No me puedo defender, otros tienen más familias y presionan con eso. Y yo no respondo a la violencia. Los bolivianos nos caracterizamos por ser muy respetuosos”, dice. En el camino por la única calle de la ocupación, se ven tiendas hechas con palets o con cuatro maderas y techo de sábana o frazada. El calor y la falta de agua son los principales enemigos de los ocupantes. Aunque cuando anochece, aparezcan los temidos aprietes de “los vagos”, como definen todos los entrevistados.
“A mí me quisieron sacar también, pero me la aguanto. Tengo esta barra de metal y ya me hice amigo de los vecinos. Los pude echar enseguida”, cuenta orgulloso Nelson Villavicencio, chaqueño y criado, como asegura, “en las cosechas de algodón”. Con sólo 22 años y quince trabajando de sol a sol, se vino a la ciudad de Buenos Aires porque “no daba más”. Ahora, mientras vigila su terreno, “la bruja” le trae comida y agua de la casilla que alquilan en la Villa 20. No durmió en toda la noche, dice, “porque la presión y el miedo” se lo impedían.
Mientras el cronista recorre el lugar, muchos se paran para preguntar “si es por el censo”, la otra promesa de la administración macrista. En medio de la espera, un grupo de paraguayos, amigos de Bernardo Salgueiro, asesinado el martes pasado, aseguran que al joven lo mató la policía y que no les quieren devolver el cuerpo. “Nosotros somos muy unidos y ahora más porque mataron a Bernardo, no nos van a poder sacar”, dice Alejandro Martínez, carpintero de profesión. Su amigo, Diego Ramos, zapatero, asegura que la ocupación, ahora, es una gran juego de ajedrez.
“Si te movés y no volvés por un rato, te ocupan el lugar. Entonces, si no salimos a defender a alguien es porque ponemos en riesgo nuestro lugar, siempre evaluamos esto antes de saltar por alguien”, dice el zapatero.
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