Lunes, 2 de mayo de 2011 | Hoy
EL PAíS › EL VELORIO EN EL CLUB
Por Silvina Friera
Las puertas del Club Defensores de Santos Lugares se abrieron a las ocho y media de la mañana de ayer. Un domingo gris, lluvioso y ventoso, muy fresco, en sintonía fina con el cosmos literario de Ernesto Sabato. Acá, don Ernesto jugaba al dominó con sus amigos. En el salón del primer piso, un pequeño vallado establecía apenas una mínima distancia de unos treinta centímetros con el cajón; bastaba con inclinarse levemente y estirar la mano para acariciar la madera. Tres coronas rodeaban el ataúd: la de la presidenta Cristina Fernández, la de la Embajada de España y la de la Secretaría de Cultura de la Nación. Juan Carlos Ozán, neuquino, hombre de montaña, que llegó el sábado a la noche, se acercó y besó al escritor en la frente. Fue el primero en llegar. “¡Tanta gente ha muerto! –escribió Sabato en España en los diarios de mi vejez, su último libro–. Me he puesto a reír, claro, lo único seguro. Ni bien me descuido ya estoy pensando en la muerte. Ya estará cerca. Miro el cuarto alrededor para ver por cuál de las puertas entrará.” El rostro del escritor se veía sereno. En paz. Elsa Marianelli, de la Cochería Molinari, está acostumbrada a la atmósfera de los velorios. A los silencios, a los gemidos, a las caras contritas y a los balbuceos de la lengua de la despedida. “Yo me llevo bien con la muerte; es parte de la vida: así como nacemos nos vamos. No queda otra –sentenció–. La muerte es algo que nos va a pasar a todos.” Velar al “maestro” –agregó Marianelli– es “muy” emotivo. “El velatorio tiene tres momentos: la entrada, que es la impotencia que te da el hecho de que lo que vos querés está ahí adentro –señalaba hacia el ataúd–. La segunda es la distensión; todos conversan y cuentan historias. La tercera es cuando cierran el cajón: ya está, no hay retorno. Se acabó.”
Un joven con un libro de Sabato en la mano, El túnel, apuntó la cámara de su teléfono celular hacia el ataúd y gatilló una foto. “Te quiero, te quiero”, repetía en voz baja, mucho antes de que el salón se llenara y la gente aplaudiera. Mirta Roa, la hija del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, llegó el sábado a la noche. De tanto en tanto, abrazaba a Elvira González Fraga, la última compañera de Sabato. “Más que amigos, eran como hermanos. En la puerta del placard del departamento de mi papá, Ernesto recortó una foto suya, la pegó y escribió: ‘Augusto, mi hermano’. A mi padre le decía Roita.” La tonada melodiosa de Mirta paseaba en voz baja por los recuerdos. “Mi papá decía que el hombre cabal tiene dos nacimientos: uno al nacer y el otro al morir. Porque nacen a otra vida, a una vida inmortal.” Un repaso de coincidencias. Sabato y Roa Bastos nacieron en junio, los dos murieron en abril, durante la Feria del Libro, ambos son premios Cervantes. “Ernesto no claudicó nunca, jamás se entregó por ambición o por poder. Se mantuvo siempre humilde, con ese sentimiento de arraigo al pueblo, al lugar donde está. Sin olvidar su inmensa literatura, lo que más me conmueve es esa vocación de servicio de prestar su voz a los que no pueden expresarse, usar su prestigio para hacer escuchar a la gente que está sumergida”, sintetizó Mirta. “Si ellos se querían tanto, si eran como hermanos, acabo de perder a un tío.”
Cuando el obispo de San Isidro, monseñor Jorge Casaretto, arrancó con el oficio religioso, más de 300 personas desbordaban el salón. “Si hay una persona que ha vivido sin discriminar a alguien, valorando lo que es la persona humana, ha sido Ernesto. No solamente ha sido un gran escritor, sino un gran humanista, un gran maestro para todos nosotros, un hombre que buscó siempre la dimensión trascendente.”
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