EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eduardo Grüner
A todo león, dicen, le llega su invierno. Le llegó a este León, a Rozitchner, un domingo triste de este mes de septiembre en que también había nacido, como yo. Nos unía algo más, quiero creer, que el hecho de ser de Libra –y de todas maneras, el equilibrio no era lo suyo, por suerte–. De él se dirá, en los próximos días y semanas y meses, todo lo previsible e inevitable, lo que no se podría sortear. La realidad –que no es lo mismo que la verdad– y la leyenda: su paso por la Sorbona (“philosophe de la Sorbonne”, ironizaba sobre sí mismo, recordando sin ira la “gastada” que le había propinado el concerge de su pensión en París), en una época que le permitió codearse con Sartre o con Merleau-Ponty en el Café de Flore. O su aventura de Contorno como miembro de esa “banda” de intelectuales llamados “parricidas” que literalmente transformó el campo cultural argentino (los Viñas, Alcalde, Correas, Jitrik, Masotta, Adelaida Gigli; a Sebreli lo excluyo deliberadamente, por razones que no voy a discutir en las actuales circunstancias). Su exilio en Venezuela durante la dictadura, y su regreso a un país al que nunca abandonó realmente, y que siempre fue para él una suerte de obsesión pasional, de desgarramiento, de gran amor atravesado por la amargura, como debe ser todo auténtico gran amor. Y sus grandes temas, que se escribirán con mayestáticas mayúsculas: el Terror, el Cuerpo, la Madre, que transformaba en arietes teóricos y existenciales contra los babosos discursillos del débil pensamiento “posmo” o contra las complicidades canallitas de la mediocridad política imperante.
Se hablará de su estilo: “rugiente”, como corresponde. Los puños siempre preparados para subrayar con golpes sobre la mesa palabras que precipitaban como catarata una impugnación crítica tras otra, sin dejarnos respirar. No filosofaba ni escribía a martillazos, sin embargo: quizás haya sido el pensador más intrincadamente sutil que ha tenido el último medio siglo argentino, coquetamente escondido detrás de un volumen iracundo que su voz modulaba espontáneamente. Todo eso se dirá, o lo estoy diciendo yo, en un momento urgente en que el dolor no me permite otra cosa que el refugio en las convenciones de un discurso que no es el de la despedida, sino el egoísta de un afán de mantenerse sobre los dos pies ante el hecho de que mi vida, a partir de hoy, será mucho más pobre. Ya habrá tiempo, supongo, de intentar decir otras cosas: aquellas que son sólo mías, las que nadie más podría decir. Aunque, pensándolo bien, ¿por qué? ¿Qué le daría, a mí o a nadie, ese privilegio? ¿No corresponde más bien ser uno más entre los que, ante la necesidad irrenunciable de una toma de posición teórica, crítica, política, se siga preguntando: “Che, y qué diría León”? No lo sé: me quedan mil preguntas para hacerle, mil coincidencias para sostenerlas en su aliento, mil diferencias para que me las refutara con ternura firme. Mientras tanto, hay que mantener el oído abierto y alerta: puesto que se fue peleando como cuadraba a su nombre de pila, sin haber aflojado jamás en su recusación radical de las mierdas de este mundo, podemos estar seguros de que el eco de sus rugidos nos seguirá habitando la cabeza y el cuerpo. Sería inútil y jactancioso tratar de imitarlos. Podemos, sí, tener la garganta siempre lista. El no hubiera querido mejor homenaje.
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