EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
El 24 de marzo de 2004 el presidente Néstor Kirchner ordenó descolgar el retrato de Videla, reabrió las puertas de la ESMA, pidió perdón en nombre del Estado argentino. Los referentes y la militancia de los organismos de derechos humanos captaron de volea la sustancia de lo dicho y hecho. Otras voces calificaron los gestos como una bravuconada o señalaron que se había menospreciado el juicio a las juntas militares promovido por el presidente Raúl Alfonsín. En esa parte tenían razón. Kirchner lo comprendió y, con la mediación del canciller Rafael Bielsa, se comunicó con el líder radical y le presentó sus excusas. Durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, y aún en vida de Alfonsín, se inauguró un busto del ex mandatario en la Casa Rosada.
Siete largos años después se comprueba que el pedido de perdón era una promesa. La honraron el Estado argentino (sus tres poderes) y los ejecutivos que se sucedieron desde entonces. La sustentaron sus funcionarios, senadores, diputados, jueces, fiscales, abogados comprometidos. Los organismos y los sobrevivientes dieron cuenta de su compromiso democrático. Estos últimos recobraron la autoestima, su testimonio valió como prueba en los Tribunales, su sacrificio sirvió para consagrar memoria, verdad y justicia. Tuvieron que rumiar durante décadas el miedo, la primera desconfianza incluso de sus compañeros, el aislamiento social. Se sobrepusieron y fueron protagonistas de un viraje histórico.
Los represores sentados en el banquillo, sus nombres y tropelías cada día más conocidos. Los avances en investigaciones sobre los desaparecidos, los logros del Equipo Argentino de Antropología Forense, son hitos de un recorrido consolidado en estos años pero que viene de más lejos. Si algo no negó el kirchnerismo fueron las batallas precedentes en ese terreno. Las Madres y las Abuelas eran exóticas en la Casa Rosada, como tales habían entrado a ella una sola vez durante la fugaz presidencia de Adolfo Rodríguez Saá. Ahora es impensable un acto público sin su presencia protagónica.
Toda construcción democrática se consolida cuando amplía sus fronteras: a los moderados, a los dubitativos, aun a los que se pliegan a las tendencias de la hora. Hasta el diputado Francisco de Narváez (¡Francisco de Narváez!) y el ministro macrista Guillermo Montenegro celebraron la sentencia. Es un signo de la época, una corroboración de los avances.
Los sobrevivientes, las Madres y Abuelas, los familiares de las víctimas encontraron cobijo en las instituciones. El pedido de perdón y los simbólicos gestos del presidente no fueron una compadrada, sino un acicate para la acción. Tanto queda por hacerse, el contexto es el más favorable de la historia para emprenderlo.
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