EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Es innegable la simiente que dejan los líderes. Enseñanzas, legados, realizaciones, organización, cuadros forjados aprendiendo o siguiendo su ejemplo. El presidente Hugo Chávez no es excepción a esa regla, de la que tanto se ha hablado en estos días. Es habitual, en tales casos, acudir a la referencia literaria de El Cid. Pocos se han privado, en ocasiones similares. El cronista se ha valido de ella también.
El Cid, pretende el relato, ganó una batalla después de muerto. Su compañera, Ximena, lo ató a su caballo Babieca. Estuvo al frente del ejército que se alzó con la victoria. La imagen es conmovedora, gráfica por demás.
Puestos a hablar sobre política conviene ahondarla, aun con apego al relato. La tropa de El Cid ganó esa batalla, no las posteriores. Si lo hizo fue, también, por la astucia de Ximena y (cabe suponer) por la bravura de sus soldados. Luego, la lucha habrá continuado dependiendo de los combatientes.
Hablamos, queremos hablar, de la compleja continuidad de los líderes carismáticos, los que desafían la tradición y las instituciones existentes. Los que se ganan la obediencia merced a sus desempeños. No son reyes, obedecidos por costumbre. Ni les vale solo su investidura institucional y reglada por normas. Su trayectoria los fuerza a probar que merecen su lugar. Deben (si se permite una mezcla de asociación libre) caminar sobre las aguas, o ser profetas, o crear organizaciones revolucionarias, implantar el aguinaldo y muchos derechos sociales, o crear la Fundación Evita. Demostrar con sus actos que son posibles hechos jamás comprobados antes.
Chávez murió en circunstancias particulares. Muy joven, en la plenitud de su legitimidad política. También sabiendo que su final era factible o inexorable, lo que le posibilitó romper uno de los nudos gordianos: designar a su sucesor. Lo hizo pública y enfáticamente: será el vicepresidente Nicolás Maduro. Da toda la impresión de que le será más sencillo ganar las próximas elecciones (que son algo así como la última batalla de El Cid) que mantener vivo al proyecto. Por lo pronto, lo acecha un reproche tremendo, que jamás recibió su referente y maestro. No sería tan grave para Maduro que sus oponentes le endilgaran ser similar a Chávez. Mucho más terrible sería que sus partidarios adujeran “Chávez jamás hubiera hecho esto o aquello”.
La continuidad de quienes son distintos y, posiblemente, menos dotados que el líder es un dilema que trasciende a Venezuela, que también alude al kirchnerismo. En su caso no se trata de la finitud física sino de la prohibición constitucional de la reelección, que ciertamente no rige en Venezuela. Muchos dirigentes o militantes del oficialismo confían en superarla merced a una elección descomunal este año. Si se conjugaran esas circunstancias, no imposibles pero sí muy improbables, quedarían por verse cuáles serían la reacción social frente a una virtual reforma constitucional y el parecer de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. El devenir depende, pues, de contingencias y decisiones políticas abiertas aún. Es una agenda pendiente, que puede tornarse acuciante o mantenerse pendiente por varios años más, lo que en política es largo plazo.
La institucionalización del carisma, que teorizó como nadie el sociólogo Max Weber, es un dilema que se remonta a la noche de los tiempos. La continuidad del proyecto, toda una tarea política que interpela a los propios, incluyendo a los propios conductores.
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