EL PAíS
• SUBNOTA › LA LENTA DEBACLE RADICAL
El velorio del perdedor
› Por Osvaldo Bayer
Osvaldo Soriano describió para siempre al peronismo en las 115 páginas de su novela No habrá más penas ni olvido. Lástima que Soriano se nos fue porque, si no, anoche hubiera empezado a definir al radicalismo, su velorio, en un día donde perdió en la Capital, no salió ni primero ni segundo ni tercero, a pesar de que llevaba a un cómico como candidato, ajustado al clima porteño. Anoche, en ese velorio hubo lágrimas, portazos y se oyó un grito desesperado: “Se rompe pero no se dobla, viva don Hipólito Yrigoyen”.
Me acuerdo de que en las elecciones a fines de los años ‘30, los oradores partidarios tenían una especie de pequeño púlpito donde se subían y pronunciaban su discurso. Eran hombres por encima de los 40 años, no muy bien vestidos, en general tenían pañuelo al cuello y al terminar, con voz en cuello, gritaban alzando el brazo derecho doblado en el codo y gritaban con voz ronca: “¡Se rompe pero no se dobla! ¡Viva don Hipólito Yrigoyen!”. La gente que se había detenido, en realidad más de la mitad pibes curiosos como yo, aplaudía un poco y dos o tres gritaban: “¡Viva!”. Y el auto que estaba detenido enfrente rompía con los altoparlantes: “Adelante radicales, adelante sin cesar”.
Los radicales ganaban siempre en la Capital, con alguna excepción, cuando los socialistas con Alfredo Palacios rompían todas las predicciones y le ganaban la ciudad en diputados y en concejales. Cuando la política era una cuestión de hombres, y las fabriqueras del Bajo y de Núñez pasaban tomadas del brazo y miraban con desprecio a los oradores. Es que ellas no votaban y los oradores jamás se referían a sus problemas. Salvo los volantes anarquistas que incitaban a las mujeres a la revolución. Los otros eran los socialistas y comunistas que hasta se atrevían a poner a mujeres jóvenes como oradoras que siempre subían –me acuerdo bien– con una boina colorada en la cabeza, para diferenciarse de los boinas blancas, los radicales. Pero empezó a nacer el peronismo con el golpe militar del 4 de junio de 1943 y todo cambió en apenas dos años. El país prácticamente se dividió en peronistas y antiperonistas. Y estos últimos, en las elecciones, votaban a la Unión Cívica Radical, para no perder sus votos, que se podían diluir entre una decena de partidos menores. De manera que el radicalismo pasó a ser el partido opositor por excelencia. La mayoría de los argentinos aceptó esta dualidad y en las urnas se elegía entre el populismo del coronel y el partido que pasó a ser de los cultos, el de los radicales, que de ir en camisa a las manifestaciones pasaron a tener saco y corbata como distintivo.
El país, deshecho por las catorce dictaduras militares tenidas en medio siglo, volvía siempre al peronismo y cuando éste estaba prohibido, al voto en blanco, lo que significaba el triunfo radical. Recordemos si no a Frondizi e Illia. Hasta 1983, en que el pueblo después de la experiencia López Rega-Isabelita, y superada la dictadura de la desaparición, pareció decir basta y en octubre de ese año, por primera vez, apostó a los radicales que vencieron al peronismo que seguía con los Iglesias, Barrionuevo, el tordo Miguel, el saltarín sonriente Ruckauf y el peluquero de señoras que se había elegido como candidato a presidente. Y triunfó Alfonsín. La gran oportunidad radical después del infierno. Algunos intérpretes dijeron que el peronismo nunca más: ahora se iniciaba el siglo de oro radical, ni se rompe ni se dobla, Alfonsín, Alfonsín.
Pero la casa se vino abajo. Los radicales se indigestaron con los huevos de Pascua y la casa que estaba en orden se enmoheció, y hasta se quedó sin vidrios. Entre los escombros se escapó seis meses antes de finalizar el período un Alfonsín escaldado y le entregó todo a un riojano sospechoso, que hizo volver al peronismo a la Rosada. El radicalismo volvió por última vez al gobierno con un hombre de pro llamado De la Rúa. Ese radicalismo había subido a la historia con Hipólito Yrigoyen y bajó definitivamente con De la Rúa. Que era el hombre indicado para el verdadero punto final. En lo único que se parecieron los dos es que el primero y el último huyeron de la Rosada. El primero en su auto presidencial y el segundo ya, más moderno, en helicóptero. Aquél fue desalojado por un general bigotudo acompañado por el Colegio Militar. El último se fue asustado por el ruido de las cacerolas. Historias democráticas argentinas. Hay patetismo de radioteatro. Pero la República se entristece. El último presidente radical entristece. ¿Dónde está toda la experiencia de ese partido de un siglo de existencia? Quisiéramos también decir algunas cosas buenas de él. Pero no las mencionaremos mientras la Unión Cívica Radical no pida perdón al pueblo por las tres masacres de obreros que llevó a cabo: la de los peones rurales patagónicos, la de los obreros del quebracho de La Forestal y, en las calles de Buenos Aires, la masacre de los obreros metalúrgicos en la Semana Trágica. Se van los radicales sin sentir vergüenza. Pero no por eso dejaremos de mencionar a dos héroes que salieron de las filas de ese partido: Karakachoff, el valiente desaparecido, y Amaya, asesinado por su vocación de defensor de las libertades. Y, con mucha nostalgia, a aquellos revolucionarios de 1905.
Después de los resultados de ayer, al muerto ya lo están velando en la Casa Radical. Ya han pedido permiso al autor del epitafio para ponerlo en la tumba: “Obediencia debida y punto final”.
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