Dom 15.03.2015

EL PAíS • SUBNOTA

Para Progresar hay que saber cambiar

› Por Mario Wainfeld

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció cambios en el programa Progresar, iniciado hace poco más de un año. Dadas su magnitud y aspiraciones, por ahí podría decirse que lo reformuló y relanzó.

Progresar está dirigido a jóvenes de entre 18 y 24 años que trabajan de modo informal o están desempleados y tienen bajos ingresos. El objetivo es posibilitarles que completen estudios o capacitarse para oficios.

Es un programa de ingresos con condicionalidades en materia educativa y de salud. Los beneficiarios potenciales son mayores de edad. Ellos mismos deben tramitarlo. El universo respectivo es muy variado. Cuando se anunció Progresar en 2014 el Gobierno estimó que podría llegar a un millón y medio de ciudadanos. Hasta ahora estaban incorporados alrededor de 570.000. La diferencia de las metas pretendidas con las alcanzadas y varios datos difundidos por la Anses ayudan a analizar qué pudo pasar. Son pistas para comprender los motivos de los cambios, que van en pos de duplicar el número de beneficiarios actuales.

Un 31 por ciento de los jóvenes que cobran el Progresar cursan estudios universitarios. Es un número impactante ya que provienen de hogares humildes. Ya contaban con una meritoria trayectoria educativa, la refuerzan con un envión estatal.

Refleja también algo que era imaginable desde el vamos. Como es lógico, las personas con mayores competencias y capital social o familiar son más duchas y veloces para acogerse a estos beneficios.

En otro sentido, un catorce por ciento pudo retomar sus estudios que había abandonado por dificultades económicas. Es un núcleo más desprotegido que encontró un recurso.

Seguramente queda pendiente un sector juvenil menos integrado, vulnerable, que no está en el sistema educativo y desconfía del Estado aun en la razonable supervisión que estipula el Progresar.

Tal vez sean necesarias para ellos otras medidas, más específicas. Las conclusiones, necesariamente, surgen de la práctica. En el tránsito, se va avanzando.

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Como apunta el politólogo José Natanson, las políticas de segunda generación (o de “sintonía fina” en jerga política cotidiana) son de más difícil implementación que grandes medidas generales. La Asignación Universal por Hijo (AUH) es una gran decisión que mejora cualitativamente el sistema de protección social argentino. Hay innovación, decisión política, voluntad y aptitud para la inversión social, que exige conseguir los recursos necesarios. Todo esto asumido, cuando se pone en marcha es sencilla la adhesión. El universo total de familias cubiertas por la AUH se concretó en cosa de meses, el número total se mantiene aunque obviamente hubo cambio entre los que la perciben.

Progresar es diferente. No son las familias, las madres especialmente, las que velan por el interés de sus chicos. Deben hacerlo los jóvenes, lo que habilita la brecha entre mujeres y varones o entre los más integrados y los relegados.

Se había estipulado un tope para el ingreso familiar como techo para aspirantes al derecho. Era el equivalente a un sueldo mínimo vital y móvil. No se lo actualizó a ojímetro ni con cualquier índice inflacionario. Se lo triplicó, lo que es un cambio cualitativo por la magnitud y porque se irá actualizando. La base de eventuales beneficiarios se amplía, seguramente el techo previo achicaba en exceso los márgenes. Se captó, se supo cambiar.

Se sube el haber mensual de 600 a 900 pesos, lo que excede la inflación. Es otro aliciente para incorporarse.

Las exigencias administrativas de certificados, que son lógicas, pueden tornarse demasiado gravosas. Sin resignarlas, se las alivianó lo que también resta un escollo.

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La desocupación juvenil y las dificultades para continuar en la secundaria son una dificultad común en casi todos los países, aun los supuestamente más avanzados. No hay una política probada para superarla, lo correcto es hacer ensayos y proponer avances.

Habría alguna vez que hacer una batida para no llamar “planes” a lo que son derechos como la AUH. O programas como el Progresar. En ambos, los requisitos para acceder son claros y objetivables. Se pueden gestionar por “ventanilla” salteando mediaciones políticas o punteriles.

Otro detalle de la etapa kirchnerista es que las prestaciones sociales se pagan en tiempo y forma, a menudo vía bancarización. Esa no ha sido la experiencia argentina entre 1983 y 2003, más allá del viraje sideral en materia de protección.

La inversión social decidida por el Gobierno es elevada en un momento en que se habla de ajuste o de carencias estatales. Progresar nació como una medida contracíclica (en simultáneo con la alta devaluación del peso) y se consolida con un esfuerzo fiscal importante. El sesgo es redistributivo, los jóvenes están en el centro de la mira, las familias allegan más recursos.

Se suele acusar al Gobierno, a veces con razón, de no tener autocrítica o, mejor dicho, aptitud para recapacitar sobre sus acciones. La saga AUH-Progresar 2014-Progresar 2015 es un ejemplo en contrario.

La AUH se legisló cuando se aceptó que la creación de empleo no era suficiente y que podía haber dolorosas diferencias de ingresos entre trabajadoras. Progresar nació para otorgar cobertura a los pibes que llegaran a la mayoría de edad con dificultades para entrar en el mercado de trabajo digno o de terminar su educación formal. La nueva reparación aspira a sumar más beneficiarios, que reciban una mensualidad con mayor valor adquisitivo.

Se hace camino al andar y es justo señalar que la inventiva oficial no tiene espejo en la oposición que, aunque acalló sus invectivas sobre la canaleta del paco, no deja caer media idea novedosa sobre políticas sociales.

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