EL PAíS
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El final de un dictador
› Por Luis Bruschtein
Antonio Bussi afirmó ayer varias cosas: en un párrafo de su presentación ante el juez Jorge Parache dijo que participó en “una guerra contra la agresión marxista leninista”. Pero Bussi quedó preso ayer por el secuestro y desaparición del legislador Guillermo Vargas Aignasse, un senador provincial que ni siquiera estaba enrolado en el sector más duro del peronismo de aquella época.
También dijo que “las operaciones fueron en cumplimiento de un mandato expreso de un gobierno constitucional y del sagrado deber militar”. Pero Vargas Aignasse fue detenido el día del golpe militar, el 24 de marzo de 1976, cuando había sido derrocado el gobierno de Isabel Perón. Vargas Aignasse fue trasladado al penal de Villa Urquiza y finalmente desapareció de allí el 5 de abril. Resulta extraño cuál entiende Bussi que fue el “mandato expreso” de Isabel Perón para hacer desaparecer a un legislador de su partido cuando, además, la presidenta ya estaba en camino a la cárcel.
Bussi no reconoció el fuero de la Justicia civil porque definió al secuestro de Vargas Aignasse como “un hecho de guerra”. Si bien no precisó que se refiere a ese hecho represivo en particular, se entiende que habla de él porque es de lo que se le acusa. Quiere que lo juzgue el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Pero en ese “hecho de guerra” no hubo tropas enemigas, enfrentamiento ni combate y el secuestrado ni siquiera estaba armado. Es más, el hombre estaba detenido cuando desapareció, lo cual tampoco está justificado en una guerra convencional.
Los militares de esa generación y muchos de los actuales tienen un concepto retorcido de lo que es un hecho de guerra y del “sagrado deber militar”. Cada vez que uno de ellos se defiende, demuestra la necesidad de que sean juzgados. Y sobre todo pone de manifiesto la gravedad, el peligro de que haya tantos militares en actividad que los defiendan y piensen de la misma manera.
El dirigente de Fuerza Republicana que lo acompañó ayer al juzgado, Pablo Calvetti, recordó con indignación republicana que Bussi ganó nueve elecciones desde 1984 hasta ahora. No se entiende que alguien que le da tanta importancia a la soberanía popular expresada en el voto haya participado con entusiasmo en golpes militares. Y tampoco se entiende que alguien que haya participado en golpes militares se defina como “republicano”. Hay un contrasentido.
Quizás su pensamiento haya cambiado en estos años en que fue favorecido por el voto. Pero ahora que se ve perdido, su primer reflejo es despotricar contra los poderes republicanos, contra la Justicia y el Poder Ejecutivo. Calvetti dijo que el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Eduardo Duhalde, viajó hace unas semanas a Tucumán para impulsar la reactivación de las causas contra Bussi. Lo cierto es que cuando el Congreso declaró la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, Bussi estaba a punto de ser extraditado a España. Pero el gobierno español levantó el pedido de extradición cuando se anularon las leyes porque consideró que esos delitos serían juzgados en el país. El Gobierno tiene la obligación de impulsar esos juicios, sobre todo a los que tenían pedido de extradición como Bussi.
También el presidente Néstor Kirchner se convirtió en blanco de la furia bussista. Calvetti lo calificó de “montonero arrepentido y acomplejado”. Es difícil entender lo de montonero acomplejado, pero lo de montonero arrepentido muestra a Bussi y a su gente como patrulla perdida de los ‘70 en guerra permanente con las sombras del pasado.
No será fácil que Bussi asuma a la intendencia de la ciudad de Tucumán el próximo 29 de octubre, como lo tenía previsto. Y también es probable que esa haya sido su última oportunidad de asumir cualquier cargo electivo. Que se lo haya impedido un juicio por violaciones a los derechos humanos tiene una resonancia a destino justiciero. Pero también es un llamado de atención sobre las leyes que permitieron su participación como candidato y una lección para quienes lo votaron. La política democrática no puede ser un refugio para golpistas, torturadores o delincuentes que la utilizan para blanquearse y eludir a la Justicia. Sin la presencia de su principal dirigente y fundador, el partido de Bussi terminará desmoronándose. Su paso tan protagónico por la política tucumana de los últimos 30 años quedará en el pasado. Pero para Tucumán y para el resto del país, la trayectoria incongruente en democracia de un personero siniestro de la dictadura no deja de abrir preguntas con pocas respuestas fáciles. Puede decirse que lo que pasó ayer es lo que tendría que haber pasado hace muchos años. Pero también aparece con mucha claridad la evidencia de que durante esos largos años de democracia no hubo una propuesta popular y democrática que, en todo caso, relegara al autoritarismo. Así, éste será el final de un dictador, 20 años después del final de la dictadura.
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