EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Un jurado popular dictó la sentencia en Zapala, en el mismo día en que la Corte Suprema nacional sancionó la inconstitucionalidad de las subrogancias de jueces. La repercusión mediática fue dispar lo que se consigna sin queja ni reproche: el impacto político del fallo de los supremos es enorme: vale como “noticia de tapa” en cualquier diario, incluido éste. Todo asumido, este cronista propone recuadrar lo que pasó en esa ciudad neuquina pues encierra claves interesantes sobre la Argentina actual.
Se procesaba a Relmu Ñamku, una referente y militante de la comunidad mapuche. Se la acusaba de tentativa de homicidio contra la auxiliar de justicia Verónica Pelayes. La fiscal pedía quince años de prisión, una pena extrema que podría corresponderle a quien, siendo delincuente primerizo, comete un homicidio agravado. La escala para un asesinato “común” es de 8 a 25 años. El planteo fiscal era exorbitante y persecutorio porque Pelayes había sufrido heridas en un ojo, de las que afortunadamente se había repuesto. La acusación, pues, no debía exceder el rango de lesiones.
El ensañamiento de la fiscalía dibujó un cargo imaginario para generar una condena brutal. La perversa “creatividad jurídica” sin duda tenía que ver con las circunstancias. El hecho se originó en un corte de puente, realizado por ciudadanos de la comunidad mapuche, en medio de un conflicto con la empresa petrolera Apache: se oponían a una invasión de su territorio dispuesta por autoridades públicas. Fueron reprimidos por los uniformados que actuaban bajo órdenes de funcionarios judiciales de la provincia: resistieron. Arrojaron piedras, alegando defensa propia de su integridad física y de sus derechos. Pelayes salió dañada. En el juicio no se pudo determinar al agresor. La fiscal no solo carecía de vergüenza, también le faltaban pruebas.
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Aludimos a un caso típico de represión de la protesta social y de ulterior judicialización. No se cuestiona acá la investigación y eventual juzgamiento de las lesiones, sí el encarnizamiento contra una luchadora popular.
Con criterio innovador y hasta inédito se conformó el jurado con seis integrantes “criollos” y seis de la comunidad mapuche. La intención, claro, fue prevenir los prejuicios de un conjunto uniforme de ciudadanos. Es un desvío habitual que envicia muchos juicios. La crónica en Estados Unidos proporciona ejemplos: el jurado blanco que juzga a un negro sospechoso o a un policía blanco que mató a un ciudadano negro. Un escenario clásico, con cancha desnivelada que anticipa la injusticia, tratado por nobles películas de Hollywood.
La implementación del jurado multicultural tiene sus bemoles: ¿cómo discernir qué ciudadano es mapuche y cual no? No hay un registro certero y acaso no deba haberlo. De cualquier forma la intención era plausible: se predispuso un jurado diverso para intentar que fuera imparcial. Era una señal, un mensaje inteligible para las doce personas que absolvieron a Relmu Ñamku del cargo más grave y solo la condenaron por uno muy leve (daños a objetos). La defensa de la militante recurrirá esa condena.
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No será esta nota la que salde la añeja polémica respecto del juicio por jurados. Formateado en la tiesa y creída tradición jurídica académica argentina dominante, este cronista objetó la institución durante muchos años. Los jurados, se arguye, son profanos, sugestionables por fiscales o defensores histriónicos, excesivamente sensibles al discurso mediático... Se mueven en función de prejuicios, se inclinan por castigar al diferente. Lo que uno aprendió ejerciendo la profesión de abogado es que, en líneas generales, los jueces cometen esos mismos pecados, entre otros. Muchos factores objetivos los sesgan para hacerlo. Tienen una misma profesión (una obviedad funcional que acorta horizontes culturales). Mayormente pertenecen a una casta social endógama, conservadora. Suelen vivir en una burbuja social, territorial, cultural.
La irrupción de ciudadanos de a pie en el Poder Judicial no es una panacea infalible: encierra riesgos enormes y su instrumentación es costosa. Su virtud cardinal está en la propia movida: es el pueblo quien decide, se implica, se hace cargo de impartir justicia o de fracasar en el intento. Dicho de otra manera: los ciudadanos no versados integran también sí que ocasionalmente el Poder Judicial, de ordinario hermético y elitista.
Varias provincias vienen incorporando a sus legislaciones el juicio por jurados. La reseña de sus sentencias, una fracción pequeña dentro del total que se dictan, no revela ostensibles desquicios. Casos para todos los gustos o paradigmas habrá pero seguramente la sensatez y la capacitación irán mejorando los criterios. Es, en esencia, la apuesta general del sistema democrático que reconoce retrocesos, avances y caídas. El caso de Zapala, promisorio e inédito, era impensable diez años atrás, o veinte.
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El ejemplo neuquino es estimulante porque la gente de a pie ungida de un poder temporal y acotado reparó la barbarie de autoridades públicas, empresas privadas y funcionarios judiciales. ¿Hace falta consignar que puede no ser así, que no será así siempre? La pregunta sugiere la respuesta: claro que el noble ejemplo no es una regla absoluta... tal vez ni predominante.
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Otro aspecto a iluminar es la creciente presencia de militancias de todo pelaje, de la revuelta callejera, de la acción directa. Muchos argentinos, día a día, resisten, obstaculizan, le ponen el cuerpo a la defensa de lo que consideran sus derechos. Un activismo creciente, plural, que recorre toda nuestra historia, que ha crecido en los años recientes.
Es lógico porque en períodos de ampliación de derechos y estabilidad política comparativamente alta crecen las demandas, la conciencia, el orgullo y el coraje. Nada de eso les concede la razón, asunto por asunto. De sus derechos hablamos, de tensión y de conflicto.
Un gobierno que proclama que no reprimirá la protesta social y lo cumple en buena medida, incita a tomar conciencia... no tiene por qué jugarle de modo mecánico a favor. Suscita dialécticamente movidas que pueden acompañarlo o enfrentarlo.
Las minorías intensas que proliferaron en este siglo no se dejan cortar binariamente en kirchneristas y anti kirchneristas. “La calle” ora acompañó al actual oficialismo. A veces lo confrontó “por derecha” o “por izquierda” o por reclamos que no dejan encasillar de modo sencillo. Piénsese en una lista no exhaustiva: Blumberg, el conflicto con “el campo”, víctimas o familiares de las tragedias de Cromañón u Once. Gremios que tienen vías institucionales propias, entre ellas el derecho de huelga pero que acuden a piquetes, organizaciones sociales, organismos de derechos humanos, pueblos originarios, mujeres y minorías sexuales. Y los etcéteras que usted quiera añadir.
La movilización es una constante, el uso de la lesividad (cortes, bloqueos, bulla, ocupaciones...) un recurso extendido.
La dinámica social acuna figuras o líderes como Relmu Ñamku que defendió los derechos de su comunidad enfrentando a la policía o expresándose con enorme dignidad y garbo ante micrófonos o cámaras.
Es un avance de la etapa, no patrimonio de nadie. Quien esto firma opina que se incubó en un clima político cultural y merced a ciertas decisiones estatales sin negar el protagonismo y la autonomía relativa de cada manifestación.
La revuelta cotidiana –de cualquier signo, bandería o pertenencia– es un legado de la época. Estamos en la inminencia de un nuevo gobierno, quien lo ejerza deberá estar muy atento a los reclamos de la calle, aumentar la templanza estatal, sofrenar la brutalidad expandida de las fuerzas de seguridad. No le tocará un edén pero sí una sociedad civil movilizada. Saber responderle y respetar sus derechos será un desafío grande. La construcción de instituciones no escleróticas es parte del tratamiento necesario.
La realidad es compleja, los claroscuros su tonalidad predominante. Los vecinos o los ciudadanos discriminan a menudo, linchan eventualmente, piden mano dura o ejercitan “justicia por mano propia” (expresión incorrecta por donde se la mire). Pero hete aquí que en Zapala se pensó en cómo prevenir tales desvíos. Invistiéndolos, delegándole responsabilidades estatales. Honraron mejor su compromiso que la mayoría de los magistrados que ganan sueldos altísimos, gozan de la canonjía de no pagar impuestos y se hacen llamar “Su Señoría”. Sus designaciones son, en principio, vitalicias, sin mediación del pueblo soberano. Son unas cuantas contradicciones (o refutaciones) al principio representativo y republicano de gobierno.
Merece resaltarse una paradoja solo aparente: fueron autoridades judiciales las que, sabiamente, diseñaron la composición del jurado en Zapala. La lucha contra la injusticia y la brutalidad institucional no se viene dando linealmente entre la sociedad civil y (contra) distintos estamentos del estado. Es también intra estatal: algunas reparticiones o funcionarios o legisladores se inclinan por un lado, otros se vuelcan en sentido contrario. La policía brava versus las fiscalías contra la violencia institucional, diputados alineados con una u otra bandera... serían ejemplos arquetípicos.
Es un punto que da para más, en una de esas para notas futuras.
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