EL PAíS
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Desalineados
› Por J. M. Pasquini Durán
Como un ritual, Estados Unidos y Cuba juegan sus cartas en cada reunión del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Washington quiere una votación de condena y La Habana reivindica su derecho a la autodeterminación, además de renovar la protesta contra el bloqueo norteamericano. Para los países de América latina el tema nunca es menor. De un lado, están las relaciones difíciles con la Casa Blanca y del otro las simpatías ciudadanas por un pueblo que jamás se rindió ante la ley del más fuerte. Por otra parte, la historia regional está plagada de atropellos del Big Brother, de modo que el bloqueo jamás consiguió ninguna simpatía real.
Bajo las órdenes de Carlos Menem y de Fernando de la Rúa, el voto de Argentina torció la tradición nacional y prefirió la alineación automática con la voluntad de Estados Unidos, en lugar de abstenerse como era la costumbre. México y Brasil sostuvieron la abstención, lo mismo harán este año, y los marines no los invadieron ni los capitales huyeron por eso. Menem y De la Rúa terminaron sus días de mando en el desprestigio, también por eso, y no les rindieron homenaje ni siquiera los anticastristas de Miami. Fidel los popularizó con la imagen de “lamebotas”. El presidente Eduardo Duhalde está parado en la misma encrucijada. ¿Votará contra Cuba a la espera de recibir un diezmo de la Tesorería norteamericana o, a pesar de esas tensiones, cumplirá con la dignidad de la nación al menos absteniéndose?
El Congreso acaba de allanarle el camino: por mayoría absoluta el Senado pidió ayer la abstención en la próxima consulta en la ONU y Diputados hará lo mismo, según se anticipa, en su sesión del próximo miércoles. Es una decisión para aplaudir, aunque no surgió por razones únicas de conciencia o de sentido de soberanía. Algunas convicciones, buen trabajo diplomático y mucho de oportunismo habrán pesado en el ánimo legislativo, tan vapuleado por el repudio popular. Duhalde hizo saber que aún no tenía el voto decidido, mientras en la Cancillería y en Economía mascullaban improperios contra el gesto de los congresistas. ¿Será posible que algún funcionario tenga la osadía de juzgar los derechos humanos en ojo ajeno, cuando en este país la impunidad de los violadores sigue atormentando a los más débiles? El Poder Ejecutivo ya es débil y su legalidad está justificada por el consenso de la Asamblea Legislativa: ¿Preferirá renegar de su cuna de origen, desconociendo el pronunciamiento del Congreso, y elegirá colgar de los hilos, como un títere, que maneja Bush Junior? Sería alentador que la desalineación sea, por una vez, un acto de coherencia institucional y una buena noticia entre tantas malas.
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