Sáb 29.10.2005

EL PAíS • SUBNOTA

Lavagna y el mal menor

› Por Maximiliano Montenegro

Asumiendo un papel protagónico después de varios meses de exilio durante la campaña electoral, Roberto Lavagna anunció ayer cosas importantes para quienes saben leer las decisiones económicas. El ministro dejó en claro que no habrá nuevos aumentos a jubilados, empleados públicos o jefes de hogar desocupados, por lo menos, hasta abril próximo. Y blanqueó que todo el excedente que embolse el Estado hasta entonces no volverá a la sociedad sino que se destinará a pagar deuda.
La decisión es una típica señal a la medida de consultores de la city y del Fondo Monetario, que reclamaban congelar el gasto público después de los anuncios “para la gente” desplegados durante la campaña. Así el ministro reconoce que la prioridad de la política económica es hoy contener la inflación y acepta el diagnóstico de que no es conveniente que los jubilados cuenten con algunos pesos más en el bolsillo a fin de año, porque los gastarían de inmediato en bienes de consumo, empujando hacia arriba los precios. La medida es también una señal para los empleadores privados, que hasta ahora eran alentados desde el sector público a mejorar los sueldos en sus empresas.
En otras palabras, Lavagna anunció que la política “heterodoxa” o “distribucionista” con que soñaban algunos funcionarios para después del triunfo electoral deberá esperar. Vale recordar que la jubilación mínima –que cobran el 70 por ciento de los ancianos– apenas supera la canasta de indigencia, y que el poder de compra de los que perciben un haber algo más alto se achicó en promedio un 40 por ciento desde la devaluación. Un derrumbe similar, sólo equiparable al de los trabajadores en negro, sufrió en estos años el poder adquisitivo de los empleados públicos, empezando por maestros, médicos y policías.
Sin embargo, Lavagna también dice –y así se lo habría planteado en privado al Presidente– que estas medidas se toman para rechazar un mal mayor: el pliego de condiciones del Fondo Monetario, que prescribía la receta de elevar las tasas de interés (o sea, menos crédito para consumo e inversión), en el marco de un ajuste fiscal y monetario, para “enfriar” la economía. En la versión FMI, para desinflar los precios hay que pinchar antes las ventas, el consumo doméstico. Ese freno a la recuperación económica supondría dos consecuencias inaceptables para Kircher y Lavagna. Por un lado, arrojarse al pantano de una economía que, cuando no crece, puede desembocar en crisis insospechadas, como lo demuestra la experiencia de la última década. Por otro lado, resignarse a una menor creación de puestos de trabajo y, por lo tanto, a convivir por muchos años con elevadísimos índices de desocupación y pobreza.
Lo que no dice Lavagna es por qué acepta como válido ese dilema de hierro, que lleva a que el hilo se corte siempre por lo más delgado. Por ejemplo, ¿por qué nunca propuso una reforma impositiva, disminuyendo la carga sobre los más pobres, y elevando las alícuotas a los sectores más pudientes? ¿Por qué nunca se le ocurrió desgravar la canasta básica de consumo y cobrar impuesto a las Ganancias a quienes acumulan rentas extraordinarias especulando con títulos y acciones? Más allá de exhumar una vieja denuncia contra las cementeras ¿por qué no adoptó medidas antimonopólicas en mercados groseramente concentrados (siderurgia, petroquímica, vidrio, plástico, envases) que inciden en los precios de toda la economía? Argentina exporta lo que come y la historia muestra que a toda maxidevaluación le sigue una maxirremarcación. ¿Por qué entonces nunca se preocupó por diseñar un plan estratégico para el sector alimentario, con incentivos para ampliar inversiones a cambio de compromisos sobre los precios? ¿Por qué se acordó del precio de la leche recién este año, cuando ya había aumentado más del 100 por ciento, y se la pasó buena parte de 2005 negociando una rebaja de 2 centavos por litro?
Pero el ministro tiene razón. Las medidas que anunció ayer son las mejores, en comparación con las que exige el FMI.

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