EL PAíS
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Su merecido
› Por Horacio Verbitsky
Tuvo la actitud escurridiza y culposa de quien tiene algo que ocultar. En vez de acercarse a Cromañón se escondió en un centro de control que estaba a cuatro cuadras. Antes de reunirse con los familiares de las víctimas lo hizo con la cámara de propietarios de boliches. Descargó la responsabilidad en la policía y los bomberos. Se negó a dar explicaciones ante la Legislatura. Cuando no tuvo más remedio que hacerlo dijo que asumía la responsabilidad y a lo largo de dos interminables sesiones las rehusó una tras otra y no pudo contestar la única pregunta que importa: ¿por qué no fue controlado ni clausurado el boliche al vencer su autorización, cinco semanas antes del incendio, pese a todas las advertencias recibidas, de la Defensoría del Pueblo, de la Auditoría y de la Legislatura de la Ciudad?
Intentó fugar hacia adelante con la convocatoria a un referéndum, bastardeando un instrumento participativo que no fue concebido para legitimar un mandato sino para revocarlo, como herramienta del ciudadano contra las autoridades, no a la inversa. La política sin militancia mostró sus insuperables límites. A pesar de su compromiso personal, de la distracción en esa tarea subalterna de un alto número de funcionarios y contratados y de la extorsión a organizaciones sociales y de la cooptación de organismos de derechos humanos que reciben subsidios y puestos en el gobierno, no llegó ni a la mitad de las firmas que necesitaba para que el referéndum fuera obligatorio. Al convocarlo dijo que sin ese aval ciudadano le sería imposible efectuar las necesarias reformas en materia de seguridad y control, pero cuando no consiguió las firmas volvió a esconderse, en un silencio vergonzante. De haberlas obtenido, con buenas o malas artes, el escándalo hubiera sido mayor: con un padrón inflado de modo artificial, la revocatoria de su mandato era aritméticamente imposible. Al comenzar las sesiones de la Comisión Acusadora de la Legislatura empapeló la ciudad con carteles que acusaban un golpe institucional.
A pesar de todas esas maniobras y de muchas otras de la más vulgar politiquería, la Comisión Acusadora dispuso con dos tercios de los votos la apertura del juicio político. Aun luego de la votación de ayer, insistió en identificarse con las instituciones, sin advertir que la apertura del juicio político ante un ostensible mal desempeño es parte del juego institucional y que el voto popular está bien defendido por los mecanismos que prevén la sucesión en casos como éste. Rodeado por un batallón de bulliciosos funcionarios, pretendió que había dado la cara frente a la sociedad, repitió lugares comunes sobre la verdad y la justicia que en su boca y en este momento son una burla y dijo que era víctima de una revancha política, argumento insostenible cuando sólo siete legisladores sobre los 45 de la Comisión se opusieron al procedimiento (lo cual supone la suma de muchos bloques distintos, incluidos varios ex compañeros que se alejaron de Ibarra por disensos con su gestión) y seis se abstuvieron, porque les dio vergüenza hacerlo en contra. La absoluta soledad política de Aníbal Ibarra, en el sistema institucional y en las calles, y su no menos absoluta incapacidad para hacerse cargo de las consecuencias de sus actos y de sus omisiones, testimonia un nuevo fracaso de las alternativas progresistas en la política argentina y advierte que luego de la crisis de 2001 no hay mucho espacio para gatopardismos y que el cambio de las prácticas corruptas sigue al tope de la agenda social.
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