EL PAíS
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Lo mejor, lo menos mejor y lo peor
› Por Luis Bruschtein
En los intercolegiales que se jugaban en Morón entre el Dorrego y el Comercial, todos los partidos terminaban a las patadas, con pibes corriéndose con palos y cadenas por la Plaza San Martín o por el medio de la Rivadavia. Era divertido, vaya a saber por qué. Los del Dorrego veníamos a ser la Argentina. Y los del Comercial, los ingleses. Pero los del Comercial no estaban de acuerdo. Para ellos, los ingleses –o su equivalente en la galería de adversarios predilectos– éramos nosotros. En definitiva, ligara quien ligara, siempre se trataba de los ingleses. O mirado de otra forma, podíamos ser siempre los argentinos. Una cuestión de punto de vista. Subjetiva por supuesto, porque nadie puede pedir que en el momento de agarrarse a las patadas, uno esté usando la cabeza. Lo más importante de todo era que cuando se acercaba la fecha del intercolegial, la prioridad se deslizaba lentamente del resultado de los partidos hacia el resultado de la pelea. Lo que queríamos, en realidad, era pelearnos y andar por la calle como desaforados. Una especie de borrachera de libertad, envueltos en la bandera del colegio, que nos identificaba.
Era raro, porque estábamos dispuestos a defenderla a pecho abierto cuando venían los del Comercial, pero entre nosotros estaba mal visto si alguno se ponía meloso con el Colegio. Diría, más bien, que para no quedar afuera había que demostrar que a uno le importaba tres pepinos. Son paradojas argentinas que vienen a la memoria ahora que hay tantas banderas en la calle con motivo de otro partido.
El fútbol es así, nunca es políticamente correcto, ni incorrecto. Aunque siempre se espera que la pelota rebote por ese andarivel. Algunos se alegran si la consecuencia es políticamente correcta y si no, no. Parece lógico. Cuando vi a Videla levantar el pulgar junto a Massera en el Mundial 78 quería romper el televisor. Intenté separar las cosas, quería festejar, pero no pude. O sea, el fútbol es nada políticamente, pero como la política es todo, uno tendría que ser cirujano o entomólogo para andar separando las cosas.
Una vez los exiliados argentinos en México organizaron un Campeonato Latinoamericano de Confraternidad con equipos de exiliados de todos los países. La situación era tan deprimente que lo que menos querían todos era perder también en lo que creían ser los mejores. El exilio es deprimente, uno siente que ha perdido cosas, y por más argentino que uno sea, igual en el fondo sentía como un resto de perdedor. Y la mano venía tan de perdedores que el campeonato terminó en una batalla campal entre “hermanos latinoamericanos”.
En fútbol lo peor de todo es perder y lo mejor ganar. Si se gana bien, mejor todavía. Y si no también, como diría Bilardo. No son políticamente correctos, ni hay demasiada nobleza en esos axiomas, ni inteligencia o vocación de trascendencia. Pero es seguro que cualquier juego que reúna esas condiciones –políticamente correcto, inteligente, noble y trascendente– debe ser terriblemente aburrido. Entonces, seamos serios. Con Argentina-Inglaterra, lo mejor es ganar bien. Lo menos mejor es ganar jugando mal. Lo menos peor es perder jugando mal. Y lo peor de todo sería perder jugando bien.
Muchos mezclarán la historia de Malvinas y el tratado Roca-Runciman, otros la cuestión de la periferia contra el centro, y otros pensarán lo que le conviene a la burguesía o al proletariado. El fútbol es un juego que da para todo. Nunca se sabrá con exactitud si la política se convierte en un juego o si el fútbol termina siendo política. Se ha escrito mucho sobre el tema y a nadie le importa demasiado, porque en general se lo toma como viene: con rabia, con pasión, con placer y alegría o con dolor. Si gana Argentina será, como diría el viejo Shakespeare, un sueño de una noche de verano, con su erotismo burbujeante y pasajero. Porque después de los festejos, habrá que volver a la realidad, como siempre, porque con la camiseta no se come, no se cura, ni se educa. Pero aunque sea por un rato, la pasamos bomba.
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