EL PAíS
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Un juego de suma cero
› Por Mario Wainfeld
Discutir sobre una reforma al Consejo de la Magistratura requeriría un marco de sensatez y de ponderación que brilla por su ausencia. El Gobierno tiene sus razones en criticar su vigente estatuto y la oposición en fustigar algunas disposiciones de la propuesta oficial. Pero la existencia de verdades parciales, confrontables, eventualmente negociables, está fuera de cuestión en un juego de suma cero con demasiados talladores.
El Gobierno se obstina en imprimirle a la ley un trámite vertiginoso, que carece de justificación válida.
La oposición depone con demasiada facilidad diferencias ideológicas y se empaca en calificar al Gobierno de fascista, en una pobre lectura de la realidad. Puesta en tema, defiende a ultranza a un organismo que hasta hace un par de semanas tenía muchos más críticos que adeptos entre oficialistas y opositores.
El proyecto oficial, que Kirchner ensalzó ayer, apunta a la necesidad de redimensionar un ente elefantiásico y demasiado lento. Y sustenta un punto que este cronista juzga estimable, que es limitar las atribuciones presupuestarias del Consejo. Pero el proyecto no tiene ni de lejos las virtudes que le atribuyen Kirchner y sus paladines. No pone fin a los intereses corporativos, pues robustece en exceso la presencia de la corporación política dentro del organismo. Y, lo que es más grave, incorpora una caducidad (por el mero paso del tiempo) de las denuncias contra los jueces que es una sentida demanda corporativa de los magistrados, una invitación al cajoneo, un atajo para la impunidad. Se dice que la dispensa regirá para el futuro pero, siendo una eximente, cualquier acusado podría pedir que se aplique retroactivamente, en virtud del principio de la ley más benigna.
El Presidente alega, con razón, que su mandato comenzó con formidables gestos de regeneración del Poder Judicial. Es válido su reclamo de no ser tratado en ese terreno como si fuera un dictador. Pero el acierto inicial no lo vacuna de modo vitalicio contra eventuales deslices futuros. El Gobierno debería tener un gesto de introspección y reconocer que la reforma judicial no ha ido en consonancia con la recuperación de la Corte Suprema. Es una carencia a la que han contribuido sus representantes en el Consejo, el senador Miguel Pichetto y el ahora embajador Jorge Yoma, que vienen defendiendo a Claudio Bonadío del juicio político que largamente se ganó por interferir las investigaciones por encubrimiento en la causa AMIA. El oficialismo también ha sofrenado su inaugural afán de higienizar al fuero federal de figuras impropias como Rodolfo Canicoba Corral o Jorge Urso.
No hay, pues, una batida cabal contra el corporativismo, que autorice al Gobierno a adjudicarse el monopolio de la pureza.
Sin embargo, por más críticas que pueda merecer la propuesta oficial no es un úkase dictatorial sino una ley controvertible.
La Constitución estipula que debe haber “equilibrio” en la representación del Consejo y esa manda se abre a interpretaciones variadas. El tópico se está discutiendo en las cámaras, sometido al lógico juego de mayorías y minorías. Los opositores, que no han podido lograr masivo apoyo popular, no tienen derecho a menoscabar esas instancias. El trámite parlamentario –hasta ahora fue demasiado de prisa– fue turbulento pero no ilegal. El Senado dio media sanción, después de que ONG muy cuestionadoras fueran oídas en las respectivas comisiones. El oficialismo, además, debió ralentar su ofensiva en Diputados, donde su preeminencia es menos abrumadora. No logró convencer a todos sus aliados, ni tampoco a varios legisladores de la propia tropa. El funcionamiento institucional no es para batir palmas pero tampoco justifica reproches apocalípticos.
Una tendencia preocupante anida en el discurso opositor, que es el homologar el aval popular con el error y, casi en necesario declive, inclinarse a ignorarlo. Un relato apocalíptico, augurando un fracaso que evidentemente se desea y casi se necesita como razón de ser, cierra un círculo infausto.
El Presidente, cuyo deber de ejemplaridad es mayor en razón de su rol, debería revalorizar en acto una sugestiva expresión de su cosecha, “verdad relativa”, no muy corroborada por su praxis de estos días.
La oposición debería reflexionar si su veto permanente no encubre un abuso que relega al olvido quién tiene la tarea de gobernar y desmerece el apoyo electoral de los argentinos, expresado en comicios limpios.
No es difícil advertir que una democracia no debería funcionar así. En teoría parece sencillo. La gritona realidad es, ay, otra cosa.
Nota madre
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