EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Una crisis de representación política que no derive en la anarquía o la guerra civil transcurre como una mutación. Ciertas formas de mandato o de legitimidad cesan o languidecen. Otras nacen o crecen como plantas tropicales. Algo de eso sucede en la Argentina, un proceso que lleva más de una década pero que se aceleró cambiando de escala desde el 2001. La atonía de los partidos políticos, la multiplicación de privaciones afrentosas a los argentinos y su obstinada capacidad de movilizarse fueron generando modos de acción colectiva novedosos, desafiantes, que consiguieron cuotas nada desdeñables de poder.
Juan Carlos Blumberg es –agrade o disguste a sus adeptos, a sus pretensos aliados y a sus adversarios– uno de tantos protagonistas sociales que ganaron reputación y poder en el espacio público desde afuera de las instituciones. Por el impacto que tuvo su irrupción, por la (hasta ahora) inalcanzada convocatoria masiva inicial, por su (hasta ahora) astuta relación con el sistema político es una referencia ineludible. A pocas horas de la tragedia de Cromañón, José Iglesias, que se iría erigiendo en el principal referente entre los familiares de las víctimas, anunció que sería un nuevo Blumberg, queriendo significar que sería un luchador inclaudicable e imbatible. Sería una digresión excesiva para esta columna ponderar si lo fue exactamente, sí es pertinente subrayar que se lo tomara y mentara como un hito histórico.
Como los mencionados familiares de Cromañón, como después los vecinos de Gualeguaychú, Blumberg tiene una interacción formidable con las autoridades constituidas a las que fustiga y exige siempre más.
La imagen que se propaga, la del padre sufrido que trajina con sus carpetas a cuestas sin ser oído, es funcional para preservar su reputación en ciertos sectores pero no se atiene a la realidad histórica. Tampoco la honra el relato del Gobierno, que lo cuestiona como si siempre hubiera estado en la vereda de enfrente. En verdad, Blumberg ha participado en la espasmódica agenda de la seguridad urbana, ha condicionado el dictado de leyes en general lamentables que el oficialismo sancionó con la celeridad, la disciplina y el oportunismo temático que caracteriza a la praxis legislativa del peronismo. El padre de Axel también fue promotor de algunas medidas atendibles, como la regulación del juicio por jurados, que duerme una siesta record desde el dictado de la Constitución de 1853.
En un lapso que no llega a dos años y medio Blumberg ha sido asiduo contertulio de figuras prominentes del gobierno nacional y de la provincia de Buenos Aires. Las comparaciones son enojosas, pero sin duda tuvo en ese período más encuentros con primeros mandatarios y ministros que la plana mayor de los partidos de la oposición, que la jerarquía de la Iglesia Católica, que la conducción de la CTA y que unos cuantos lobbies empresarios, por no dar más que un haz de ejemplos misceláneos. El Gobierno ahora lo fustiga y permite que Luis D’Elía procure, con modos autoritarios, desalentar la concurrencia a la Plaza, pero esos criterios y esas demasías no han sido la media de la relación.
La ayuda, la “contención”, la escucha y (lo que es mucho más grave) la aceptación de normas nefastas, mal redactadas y en varios casos inconstitucionales fueron el diezmo que pagó el Gobierno para ponerle un dique. Las autoridades de la Nación y las de la Fundación Axel Blumberg lo niegan enfáticamente, pero es verosímil que ésta haya recibido apoyos consistentes de aquéllas. Blumberg brotó como una fuerza incontenible, como el dirigente de derecha más desafiante que enfrentó hasta ahora la gestión de Néstor Kirchner. Algo logró aplacarlo, pero es dudoso que pueda hacerlo del todo, tal vez porque el núcleo de la legitimidad del hombre, un fiscal antes que un ejecutor de políticas, nace de su testimonio y de su presencia. Los desempeños de Blumberg, los éxitos o miserias de sus políticas concretas, las contrapartidas de sus acciones no parecen ser el núcleo de su representatividad, al menos mientras se preserve fuera de la política institucional.
Si el Gobierno trató de moderarlo y contenerlo, la derecha siempre trató de transformarlo en un paladín electoral. Hasta ahora, la intuición de Blumberg lo indujo a gambetear siempre esos convites derivados de la carestía de candidatos de esa derecha que también padece la crisis de representatividad, agravada en su caso porque su cartilla económica es repudiada por mayorías aplastantes, salvo en las premisas de estabilidad, baja inflación y equilibrio fiscal que Kirchner ha hecho suyas.
Tres convocatorias serán término de comparación con la que congregue hoy Blumberg: la primera de su marca en abril de 2004, las del 24 de marzo y del 25 de mayo de este año. Sumas y restas, diferencias, análisis de los targets respectivos, la Plaza de esta tardecita dará mucha tela para cortar y no es para menos.
¿Será un acto de burgueses del primer decil asustados por la inseguridad como el primero? ¿O habrá más clase media-media como en los dos ulteriores? ¿Será, como se ha venido perfilando durante semanas, una plaza del NO, una movilización opositora antes que temática? ¿Impondrán los manifestantes el tono y el sentido del acto o conservará Blumberg el control de la situación? Un instante crucial del acto iniciático fue aquel en que Blumberg rehusó marchar a Plaza de Mayo, como se lo pedían varios. Hubo otras encrucijadas determinantes, como cuando rechazó candidaturas de la oposición, del duhaldismo, de un operador del kirchnerismo. ¿Mantendrá ese perfil o se tentará por una apuesta de doble o nada en la que arriesga más que los que lo tientan a encabezar listas? Muchas respuestas, que seguramente no serán leídas de modo unánime, empezarán a descifrarse en la Plaza, ahí nomás de la Casa de Gobierno, ese lugar-emblema al que Blumberg se tomó su buen tiempo para llegar.
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