EL PAíS
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Cuando la política juega. Por Eugenio Raúl Zaffaroni
Sucedió lo que era previsible. No debía suceder, pero sucedió. Policías asesinando. No la policía, sino policías. Tampoco fue la policía la que tuvo que ver con el crimen de AMIA, con el asesinato de Cabezas, con los adolescentes fusilados que denunció la Suprema Corte y con un larguísimo collar de perlas sangrientas, pero fueron policías de la Provincia de Buenos Aires, una fuerza con 45.000 humanos (es preferible a llamarlos efectivos). No fueron todos, claro, pero de ellos salieron los asesinos. Muertes absurdas, indignantes, pero previsibles. No es posible comandar semejante fuerza en forma errática, pasando de la mejor policía del mundo a la maldita policía y luego a meter bala. No se juega a las elecciones cuando se comanda. Sería injusto imputarle a Felipe Solá toda la responsabilidad por lo sucedido. Le tocó bailar con la más fea y en el peor momento. No es más que el último eslabón de una cadena de comandos incomprensibles.
Mientras desde la política se quiera seguir jugando con el sistema penal, habrá más muertos. Si Arslanián quiso poner un poco de orden en medio del caos, de inmediato llegó Ruckauf a meter bala. No fue una mera consigna política o electoral. Tuvo efecto sobre 45.000 humanos. Nadie podía saber cómo sería interpretada por cada uno. Siempre hay loquitos y psicópatas, para el asesinato basta con uno solo, porque tiene un arma.
La violencia se desarrolla en espiral, la instigación a la violencia siempre es grave, pero cuando procede del comandante es mucho más peligrosa, aunque éste –en su autismo táctico electoral– piense que sólo se trata de una consigna electoralista.
Antes se habló de la policía de Camps, pero pasaron casi veinte años, hubo una tentativa de racionalizar un poco el caos, y se volvió atrás. Y lo hizo un político serio que se dejó tentar por jugar electoralmente con el comando de 45.000 humanos armados. Y fue secundado por pregoneros racistas desde una emisora estafada a la Ciudad de Buenos Aires. Y el resultado de eso han sido los muertos que denuncia la Justicia de la provincia y ahora los del puente. Eso le hace muy mal a la política, al estado de derecho, a la democracia, al país, a todos.
Hemos asistido atónitos a hechos institucionalmente aberrantes: amenazas a jueces provinciales, exhortaciones públicas a violar garantías, leyes restrictivas de la excarcelación, reposición de personas excluidas por graves imputaciones, retrocesos manifiestos en lo poco o mucho que se había intentado. No se rectificaron errores –como correspondía– sino que se retrocedió en todo y con desprecio de los mismos principios republicanos.
En tiempos de globalización la seguridad urbana reemplazó a la seguridad nacional y los golpes de Estado no los dan los ejércitos sino las policías. En 1994 la policía de Río de Janeiro masacró a niños y adolescentes para desestabilizar al gobernador; la semana pasada hubo un sospechosísimo ametrallamiento de la municipalidad publicitado como obra del crimen organizado y signo de caos; el 20 de diciembre hubo ocho asesinatos en la Ciudad de Buenos Aires; ahora estos dos y unos cuantos anteriores en la provincia de Buenos Aires. Gobernar no es payar, dicen, y comandar tampoco. Los errores se pagan, lamentablemente con vidas ajenas.
No se llenan cárceles hasta que revienten, porque eso mata a presos y guardiacárceles. No se proyecta la imagen del policía como un ejecutor de ladrones, porque eso mata policías. No se incita a meter bala, porque eso mata jóvenes por fusilamiento. No se invoca la mano dura, porque eso mata inocentes ajenos a los conflictos. No se instiga a liberar secuestrados y rehenes a balazos, porque eso mata víctimas. No se fomentan las internas para controlar o para no quedar mal con nadie, porque eso mata a cualquiera para tirar cadáveres. Se está comandando una fuerza de 45.000 humanos y no dando opiniones de café. El sistema penal es un aparato delicado, con mecanismos de relojería y límites naturales y presupuestarios. Un mal manejo en uno de sus segmentos repercute en los otros con consecuencias letales: mata víctimas, funcionarios y sospechosos.
Ninguno de ellos debe morir, los primeros porque no hicieron nada ilegal, y los segundos tampoco, porque no hay ni puede haber pena de muerte en la Argentina, y donde la hay se impone por crímenes muy graves y por un tribunal, nunca por funcionarios del poder ejecutivo por cuenta propia y a sospechosos. Hasta en la Alemania nazista la imponía un tribunal especial y no cualquier funcionario de menor rango.
¿Podemos haber retrocedido tanto? ¿Estamos al borde de una crisis civilizatoria? ¿Podemos tener un sistema penal que funcione peor que el nazista? No, es algo diferente y en cierto sentido más peligroso, porque es sólo irresponsabilidad en el comando, por lo cual no sabemos contra quién se dispararán las próximas balas. Pero si se sigue jugando electoralmente con el comando de 45.000 humanos, si se insiste en directivas y consignas erráticas, si se persiste en la complacencia con las cúpulas y las internas, si no se modifican estructuras y controles, lo único seguro es que habrá más balas y más cadáveres.
* Director del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la UBA, vicedirector de la Asociación Internacional de Derecho Penal, presidente de la Asociación de Profesores de Derecho Penal de la República Argentina.
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