Sáb 28.10.2006

EL PAíS • SUBNOTA

Romina, el nombre que sirve como metáfora de miles de violencias

Su caso se convirtió en una causa para todas las mujeres que luchan por una Justicia que contemple su indefensión. En agosto, el procurador general Esteban Righi pidió a la Corte Suprema la revisión del caso: aún no hubo respuesta.

› Por Marta Dillon

Si se la juzga por las pocas palabras que de ella trascienden más allá del perímetro alambrado del penal de San Salvador de Jujuy, podría decirse que Romina Tejerina es una niña, tanto como lo era cuando ingresó, en febrero de 2003. Tenía 18 años entonces y un ánimo rebelde contra el destino de silencio y violencia que le habían impuesto, como se impone a las vacas la manga hacia el matadero. Siete meses antes de haber sido encerrada, un 1º de agosto, día de la Pachamama (Madre Tierra), un vecino que compartía la medianera con las hermanas Tejerina en San Pedro, en las afueras de Jujuy, se había ofrecido a llevarla a la salida de un baile. Claro que antes de dejarla bajar del auto se sirvió de ella como antes, en esa misma tierra, se servían los patrones de las sirvientas casaderas. No necesitó desvestirla porque ella usaba minifalda, algo que sucesivos magistrados tomaron muy en cuenta a la hora de definir si Romina había sido obligada a tener sexo o si en cambio había provocado al hombre, casi treinta años mayor, de oficio mecánico, de novia conocida. Romina no contaba con títulos. Ese 1° de agosto de 2002 en que un hombre se metió entre sus piernas, a la fuerza y a las apuradas, quedó embarazada. No quiso aceptarlo cuando advirtió las primeras faltas; la menstruación puede saltearse su visita mensual cuando una es joven y tiene sueños definidos. No dijo nada la primera vez y no dijo nada la segunda. Su vecino la seguía relojeando cuando salía de su casa; le hacía gestos obscenos sacando demasiado la lengua y el asco le doblaba el cuerpo en una arcada que trataba de disimular.

Si le hubieran preguntado a Romina qué quería para ella cuando empezó a darse cuenta que ese acto efímero y doloroso en el asiento de atrás de un auto tendría consecuencias, hubiera dicho cualquier cosa menos esa huella. “Lo que más quería era que esto no me pasara a mí”, dijo un día, a fines de 2003, cuando ya llevaba casi un año detenida. Tanto era lo que no quería, tantas ganas de terminar el quinto año que nunca empezó, que siguió negando durante el verano, fajándose la panza que crecía, callando lo que gestaba a las dos hermanas que vivían con ella.

Quiso abortar de distintas formas, aun sin nombrar ni embarazo ni aborto. Se dio golpes en el vientre, se puso perejil en la vagina, se lavó con un mejunje que le dieron en el barrio. Nada sirvió. Ni siquiera la cantidad exorbitante de laxantes que tomó ese febrero, en que finalmente parió a una niña a la que vio y despreció porque, contra sus cálculos, la niña vivía. ¿Cómo podía ser? De la violencia no nacen hijos.

La metió en una caja, la tapó para dejar de ver la cara del violador en la cara de la beba. La mató porque se rebeló contra su destino, porque quería seguir siendo una adolescente que prepara todo el año el vestido de egresada para la gran cena blanca de diciembre. Ella no quería ser madre y mucho menos madre de un ser que le recordaba la violencia en ese asiento de auto, la humillación diaria de pasar frente a la casa del vecino. Eso no tenía que suceder y ella, que no supo qué hacer, evitó que sucediera.

Dieciocho afuera, catorce adentro

En junio de 2005, después de más de dos años detenida, Romina fue juzgada y condenada a 14 años de prisión. Casi la misma cantidad de años que había vivido afuera. En 1994 la figura del infanticidio había sido eliminada del Código Penal –que contemplaba penas atenuadas para las mujeres que mataran a sus hijos durante el período puerperal y después de haber ocultado su embarazo– y le aplicaron la figura de homicidio agravado por el vínculo, con circunstancias extraordinarias de atenuación. Otra vez, durante las tres jornadas de debate se puso en tela de juicio la moral de Romina, su modo de bailar sobre los parlantes en los boliches, como si eso justificara que cualquiera pudiera agredirla. Al hombre que la violó lo sobreseyeron de culpa y cargo, a pesar de que primero dijo que de ninguna manera esa beba podría ser su hija y después de ser liberado de culpa y cargo aseguró que tenía intención de reconocerla post mortem. Incluso se animó, junto con su familia, a querellar a León Gieco por cantar una canción para la joven detenida porque consideraron que hacía apología del delito. Esa causa, al fin, no prosperó; pero Romina sigue detenida y ni siquiera pudo terminar el secundario. Nunca le permitieron dentro del penal terminar de cursar y cumplir con cada uno de sus derechos, como la atención de su salud mental o física ha sido un largo calvario de escritos y sellos.

En agosto de este año, un recurso de queja presentado por la defensa ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo eco en la oficina del procurador general, Esteban Righi. Que se revoque la sentencia que condenó a prisión a Romina, dijo, que se emita una nueva sentencia conforme a derecho, insistió. La Corte Suprema todavía no se expidió.

“Ojalá pudiera salir pronto”, dice Romina con tono infantil ahora mismo, por teléfono o frente a las miles de mujeres que la visitaron durante el XXI Encuentro Nacional de Mujeres que se realizó en Jujuy esta vez, entre otras cosas, para llamar la atención sobre su situación y la de tantas mujeres que a diario son violadas en este país y sobre todo en las zonas más vulnerables. Se supone que sólo una de cada diez violaciones son denunciadas, las nueve restantes prefieren el silencio antes que exponerse a las preguntas a las que se expuso Romina, a que juzguen su forma de vestir o de bailar como si eso fuera lo mismo que decir sí o no.

Su caso es una causa nacional. En cada marcha de reclamo por los derechos sexuales y reproductivos, en cada marcha en contra de la violencia, cada vez que se hacen visibles los derechos y las problemáticas de las mujeres, el nombre de Romina es una metáfora de una situación que atraviesan miles. Ella lo sabe, pero todo lo que tiene para decir es “ojalá pueda cruzar esa puerta –por la que cierra el penal– y volver al gimnasio, a bailar con mi hermana, a estar con mi mamá”. Ojalá vuelva a ser una niña, se puede traducir, una que tenga preocupaciones propias de quien se quita el vestido de la infancia para ponerse el de la adolescencia y la juventud, a pesar de que éstos estén hoy manchados de violencia.


Un perfil bajo muy alto

La “visita” de Gieco a Jujuy para notificarse en el Juzgado de Instrucción en lo Penal de San Pedro estuvo marcada por un tono épico que maquilló ligeramente el grotesco de la situación. En el viaje entre el aeropuerto y el hotel, un abogado jujeño le recomendó a León que no se expusiera mucho, que lo mejor –en términos de pragmatismo judicial– era mantener un perfil bajo. León dijo que sí, pero arrastrado por su naturaleza hizo lo contrario: al llegar a San Salvador recibió a los familiares de Romina; se reunió con el Perro Santillán, participó de una multitudinaria Fiesta de los Estudiantes, visitó a Romina y a sus compañeras del Penal de Mujeres Nº 3, efectuó donaciones, viajó a Tilcara y Purmamarca, filmó un video. La jornada fue coronada con un hecho sin precedentes: a la hora de la presentación judicial, en la siesta de San Pedro, una movilización popular lo escoltó hasta los tribunales. El abogado jujeño se agarraba la cabeza. La secretaria del juez Jorge Samman le leyó a León la acusación por “apología del delito” y le preguntó si quería hacer alguna declaración. Gieco dijo que no. El viaje a Jujuy, en lo formal, se había reducido a ese “no”. Pero a la salida, entre aplausos de la gente, alguien instaló un micrófono al megáfono en el techo de un auto destartalado y Gieco cantó junto con sus fans jujeños “Sólo le pido a Dios”. La sentencia del público se adelantó a los tiempos de la Justicia.

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