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Juicio histórico a la corrupción
Por Ema Cibotti*
Habrá un presidente argentino al que la historia ponga el nombre de El Coimero? La pregunta, un verdadero brulote, la descarga Sarmiento con furia, en un artículo póstumo que aparece el 7 de julio de 1889 en el diario El Argentino. El ejemplo citado sirve para comprender que el hartazgo social actual y la activa y ruidosa protesta que lo acompaña forman parte de una práctica nueva que, sin embargo, tiene historia.
¿Cómo enfrentó nuestro pueblo la corrupción a gran escala asociada a la debilidad institucional del Estado? En el pasado, las reacciones sociales fueron diversas y por cierto según los momentos tuvieron intérpretes tan diferentes como Domingo Faustino Sarmiento o Enrique Santos Discépolo. Por ejemplo, para entender a Discépolo debemos evocar los turbios negociados que amojonaron la década del 30. En 1935 el famoso debate de las carnes se convirtió rápidamente en el “affaire” más sonado vivido hasta entonces por la República. La denuncia del senador santafesino Lisandro de la Torre, que acusaba al gobierno nacional de ser cómplice de la extorsión de los intereses monopólicos asociados a los frigoríficos extranjeros, terminó con el asesinato de su compañero de bancada Enzo Bordabehere. Al año siguiente, varios miembros del Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires quedaron envueltos en los turbios negociados para la concesión del servicio eléctrico loteado entre dos monopolios, la CADE (ex CHADE Compañía Hispano Americana de Electricidad) y la CIADE (Compañía Italo Argentina de Electricidad). Se lo tituló el “escándalo del siglo” y transformó el neologismo “chadista” o “cadista” en sinónimo de coimero, vendido, sobornado, mezcla de mercenario de la función pública, trepador a sueldo y político venal sin escrúpulos. Huelga decir que cuando se conoció el hecho, en 1943, el sistema de partidos políticos ya estaba seriamente mellado. Hacía tiempo que en los teatros se cantaba una copla muy popular que decía: la política es un plato criollo que sólo toman en serio los giles.
De esta época es “Cambalache” de Discépolo, estrenado en 1935. Un éxito hasta hoy. Ha sido interpretado como una feroz crítica al siglo que acaba de concluir. Se lo canta como tango de denuncia, una suerte de anticipación de la canción de protesta. Sin embargo, de la letra se desprende una gran resignación. En los versos que desgrana: “Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor...” se suma al desencanto una concepción fatalista que hace imposible pensar el cambio. Es cierto que es una crítica moral a la corrupción, pero a la defensiva y en tono de queja.
Casi medio siglo antes, Sarmiento ya viejo pero igualmente iracundo propone, frente a la corrupción político-administrativa, una reacción social muy diferente. Estamos a fines de la década de 1880 bajo el gobierno de Miguel Juárez Celman. La especulación es desenfrenada. La Bolsa es una timba y el endeudamiento público aumenta a ritmo de vértigo. La fiebre del oro, del enriquecimiento rápido sin importar cómo, lo tiñe todo. Rubén Darío escribe para un diario porteño: “...Cantemos al oro, porque tapa las bocas que nos insultan, detiene las manos que nos amenazan y pone vendas a los pillos que nos sirven...” A mediados de 1889, la crisis económica estalla. El gobierno intenta detener el agio pero cree que forma parte de la “fiebre de progreso”. La opinión pública reacciona. Un grupo de hombres jóvenes organiza el primer mitín de protesta. Leandro N. Alem va para acompañar a su amigo Aristóbulo del Valle. Lo invitan a la tribuna y él improvisa su discurso. Habla de la decencia pública, del cumplimiento de los deberes cívicos y, en un lenguaje hoy vigente, recusa a los que “dicen que hay que ser prácticos, que hay que adoptar una política basada en el posibilismo”. Los jóvenes lo aclaman, Alem ya es el líder de la naciente Unión Cívica. Mientras los hechos se precipitan, Aristóbulo del Valle evoca las palabras de Sarmiento, su maestro, muerto dos años antes. Trepado a una mesa, en mitad de su patio, una tarde de febrero le ha oído decir: “Una máxima política os dejaré como legado. Los pueblos se suicidan cuando dan en creerse a sí mismos inmorales, degradados o corrompidos. El mal existió siempre sobre la Tierra; pero hoy más que nunca los pueblos libres brillan por sus virtudes. Si os reconocéis venales o abyectos, os gobernarán como a presidiarios”. Palabras seguras en hombres que comprendían la libertad civil como un ejercicio cotidiano que no debía resignarse.
La protesta social actual deberá ser juzgada por la historia en clave sarmientina y no discepoliana. Con un siglo a cuestas, nuestra sociedad aprendió que la corrupción es siempre una quita de derechos ciudadanos que multiplica la desigualdad. Valorar, por fin, el respeto de la ley, y reclamar justicia a secas. Es un buen comienzo para desandar el siglo que acaba de empezar.
* Historiadora.
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