EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
En julio de 2004, cuando ocurrieron los hechos que se juzgaron ayer, Juan Carlos Blumberg constelaba muy alto. Su primera movilización estaba aún en las retinas y en la agenda de “la gente”. Casi todo el oficialismo, buena parte de la oposición y muchos comunicadores sociales lo habían ungido (tras un veloz posgrado) en especialista profundo en materia de seguridad urbana. Por aquel entonces el debate público en pos de una caracterización del gobierno de Néstor Kirchner no abundaba en análisis acerca del hegemonismo o del exceso de poder. Antes bien, una preocupación central de la opinión pública era la extensión de la protesta urbana. Muchos pronósticos la describían como irrefrenable, era uno de los temas más importantes de preocupación ciudadana, según medían las encuestas y se reflejaba generosamente en los medios.
Calificados centros de estudios computaban el quantum de cortes de calle y sesudos discursos vaticinaban que el repunte económico que se avizoraba (por no hablar de las inversiones extranjeras) encontraría rápidamente un tope infranqueable en la ingobernabilidad del espacio público. El reclamo de poner orden, ya se sabe cómo, era un lugar común.
El Presidente había llegado a la Casa Rosada adoctrinado por las salidas abruptas de anteriores ocupantes, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde, que habían hecho correr sangre de ciudadanos inermes. “Ni palos, ni planes”, prescribió Kirchner como norte de la política oficial con los movimientos de desocupados. Lo de los planes se fue corrigiendo (o redibujando) con el tiempo; lo de los palos tuvo en líneas generales un sentido más estratégico.
El Gobierno y el propio Presidente fueron zamarreados por esa decisión. En julio del 2004, la mayoría de sus acciones políticas combinaban lo útil con lo agradable: mostraban un rumbo distinto y acrecentaban la buena imagen presidencial. La permisividad ante la protesta tenía, en cambio, costos en la reputación presidencial. Tal vez por eso, el Presidente caviló en un par de oportunidades. En su primer verano en Olivos se barruntó el armado de una brigada antipiquetera, un disparate que no avanzó más allá. El episodio detonante había sido el encierro padecido por varios funcionarios de Trabajo, empezando por Carlos Tomada, en el propio ministerio a manos de una minúscula organización piquetera. Otro instante de irresolución fue el asedio a la Legislatura, que cayó como una pelota picando delante del arco a una derecha huera de pertinencia, discurso y tácticas que no fueran ecos de las acciones de Blumberg.
El asedio protagonizado por un conjunto de personas humildes o integrantes de minorías o las dos cosas (vendedores ambulantes, travestis, prostitutas, entre otros) fue un filón informativo para los medios audiovisuales. Destrozos en puertas y ventanas fueron equiparados a una situación sin control o de “caos”, expresión cara a las fuerzas represivas que muchos comunicadores adoptan con demasiada velocidad. Quien se acercó a mirar, como este cronista, sabe que la reyerta no transgredía las dos cuadras, que transeúntes y curiosos (lo reflejan las imágenes televisivas) podían distraer sin riesgo la rutina de su jornada ubicándose pocos metros atrás de los atacantes, quienes centraban su hostilidad de las puertas de la Legislatura hacia adentro. Hubo daños, lamentables, ante una sobreactuada desidia policial, pero nadie fue herido, no se denunciaron robos ni hurtos.
Las detenciones ulteriores, obradas en base al innumerable material filmado, se hicieron como Dios (que es argentino) manda: al tuntún. Los cargos que levantó la jueza Silvia Ramond fueron delirantes, inducidos por la necesidad de conseguir algo exigido por “la voz de la calle”, que tamaños enemigos públicos tuvieran el beneficio de la libertad durante el proceso, una garantía constitucional esencial. La jueza Ramond, sin ir más lejos, fantaseó coacción agravada, aduciendo que los legisladores atemorizados no habían podido sesionar.
El fallo de ayer recoloca, tarde y sin poder evitar secuelas terribles, las cosas en su lugar. Muchas personas fueron privadas de su libertad, sufriendo daños irreparables. El caso del vendedor de panchos Pablo Amitrano –que sólo fue visto tocando el bombo y que se comió 14 meses de cana por esa conducta terrorífica– es apenas el más conspicuo y brutal. Ramond pretendía una pena de 5 a 10 años para el joven, que engordó algo así como 20 kilos en la cárcel y pasó de no ser fumador a consumir tres atados por día, por mencionar las secuelas menos trágicas. Ocho años pueden caberle a un homicida primerizo si no se ensaña, no actúa en banda y no debuta con un pariente cercano. El sarcasmo viene a cuento para entender cómo sindica la justicia mediática los delitos contra la propiedad. Cuando salió de la cárcel, Amitrano se vio en un brete para renovar la licencia como vendedor de panchos, precisamente porque había estado preso. En estos casos suele ser de rigor la remisión a Franz Kafka. Pero puede saltársela perfectamente, circunscribir el análisis a lógicas políticas y mediáticas, para al fin proponer que los verdaderos rehenes de la Legislatura fueron los presos y no sus denunciantes. Mucho de delirio persecutorio, de clasismo y de venganza social hubo en la triste historia que ayer empezó a terminar, merced a la intervención de un tribunal más sensato.
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