EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
El corralito fue la reacción desesperada de un gobierno que se caía para sostener un régimen de convertibilidad que estaba hundido. La pesificación fue la respuesta sin alternativas de un gobierno de transición improvisado para lidiar en la batalla contra el bando de la dolarización. Una y otra medida no son independientes de un modelo que generó profundos desequilibrios macroeconómicos y de una pelea en la cúpula del poder económico. La primera fue la estafa más grande del sistema financiero a la confianza de los ahorrista, desentendiéndose los bancos del compromiso asumido con sus clientes. La segunda fue el triunfo del elenco devaluador integrado por industriales y grandes grupos nacionales exportadores sobre el equipo dolarizador conformando por privatizadas y multinacionales. La consecuencia de ese desastre incubado durante largos diez años de convertibilidad fue la más violenta, rápida y millonaria transferencia de ingresos de la historia reciente del país desde los sectores más débiles hacia los más concentrados de la economía.
De acuerdo con la flamante Cuenta de Generación del Ingreso, elaborada por el Indec como indicador sobre cómo se reparte la riqueza entre el capital y el trabajo, la megadevaluación que vino acompañada de la pesificación implicó una brutal transferencia de ingresos: el Excedente Bruto de Explotación (retribución al capital) alcanzó en 2002 el máximo del 52,3 por ciento, mientras que la Remuneración al Trabajo Asalariado tocó el mínimo de 34,3. La salida de la convertibilidad era inevitable, pero la forma elegida constituyó un asalto a los ingresos del sector más vulnerable. El capital se apropió de un plumazo de 10 puntos del ingreso global.
Ahora bien: definida que fue la mayor defraudación financiera y la más intensa redistribución de riquezas, el proceso de devaluación y posterior pesificación abrió las puertas a una importante conquista –ciertamente muy costosa– teniendo en cuenta el escenario de esos años. Durante los últimos años del segundo gobierno de Carlos Menem se anunció que se estudiaba la dolarización de la economía. Se llegó a discutir en el Congreso de Estados Unidos en un contexto regional donde Ecuador había oficializado la dolarización, en 2000, y El Salvador, en 2001.
En esa compleja y contradictoria situación, como herramienta de identidad y, fundamentalmente, de la aspiración a un desarrollo con cierta autonomía –ambos condicionados por los vientos de la globalización–, contar con una moneda propia con todos sus atributos (unidad de cuenta, medio de pago y reserva de valor) sin riesgo de evaporación o de sustitución por otra es un avance sustancial que, como en tantas cosas de la vida, se valora cuando se corrió el riesgo de perderla.
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