EL PAíS • SUBNOTA
› Por Federico Kukso
Hace diez años era una conjetura. Nada más. Hoy, en cambio, además de acaparar hora a hora, día a día, mayor respaldo empírico, se convirtió tanto en una experiencia palpable y cotidiana como en una de las expresiones más repetidas y divulgadas con una carga potente de inevitabilidad. Lejos de ser una moda o una tendencia pasajera, el cambio climático se acomoda para volverse un rasgo inherente de la tercera roca desde el Sol como su velocidad de rotación (1690 km por hora), su diámetro (12756 km) y su inclinación (23,45º).
El siglo XX vio nacer la bomba atómica, los virus letales (y manipulados), las computadoras superinteligentes, los aceleradores de partículas, la inteligencia artificial, los animales clonados y los viajes espaciales. Y también la domesticación –limitada pero elocuente– de la energía, que provocó un inusitado estado de dependencia y sumisión extrema que se advierte cada vez que salta la térmica o se produce un gran apagón y arrecia un sentimiento incontrolable de vuelta a un estado primitivo, de desamparo y desolación. El ser humano está tan acostumbrado a vivir en un mundo energético –con gasolina para el auto, electricidad para el televisor, la computadora y la heladera, megachimeneas para sus empresas– que disminuir su consumo siempre suena como alerta. Pero a la par de los beneficios, la tecnología –que se mostró siempre como “tecnología liberadora”, capaz de salvar millones de vidas y mejorado el bienestar de muchas más– conlleva una condena: un daño colateral en el mismo (y único) hábitat del que se dispone.
Por primera vez en la historia del planeta, el ser humano trepó al rango de amenaza para sí mismo como para el resto de las especies con las que cohabita la Tierra. La amenaza ya no viene desde afuera (el embate de un asteroide o cruzarse con algún cometa) sino de adentro, de la misma alteración de los ritmos cíclicos de la naturaleza que se sucedieron durante eones. El ser humano metió mano en el reloj climático y ahora sufre las consecuencias.
Cada época tiene sus miedos, sus forjadores de Apocalipsis: las invasiones bárbaras, la peste negra, el armaggedon termonuclear, el desvarío genético, Y2K. Sin embargo, tal vez ninguno alcance el estatus del cambio climático, por su persistencia e impacto global.
En realidad, cambio climático siempre hubo, como extinciones de especies, con idas y vueltas de eras de hielo a lo largo de los 3800 millones de años de existencia de la vida en la Tierra. La evidencia lo demuestra: desde el hallazgo de huesos de ballenas en los desiertos africanos, los asentamientos agrícolas en Groenlandia, los rastros de viñedos en Inglaterra, los registros de capas de hielo sobre el Támesis, de las épocas en que los hielos polares llegaban casi al Ecuador y las selvas ecuatoriales se extendían casi hasta los polos. La diferencia con lo que está ocurriendo actualmente estriba en que el ser humano –“un recién llegado”, como lo tildaba Carl Sagan, en relación con los demás organismos– lo ha acelerado tremendamente, a un ritmo tan veloz que difícilmente sean pocas las especies que logren adaptarse a las nuevas temperaturas, ciclos hídricos, nivel del mar y desplazamientos de las zonas frías y las zonas calientes y las caprichosas y nuevas corrientes marinas. Además de la quema de carbón, petróleo y gas natural (que producen la liberación de gases invernadero), esta aceleración se produce por el cambio en el uso de la tierra, la desertificación, la degradación del suelo y la pérdida de biodiversidad.
La discusión –de si el hombre es el culpable o si son meros caprichos naturales– no se encendió ni con los neoconservadores norteamericanos ni los ambientalistas escépticos ni con la administración Bush; se remonta, en cambio, a más de 200 años atrás, en pleno albor de la revolución industrial.
Además del derretimiento de los glaciares, los Katrina, los inviernos primaverescos en Moscú, el granizo porteño inclemente, la marca más notable de tanto ajetreo climatológico tal vez sea el agujero de la capa de ozono una advertencia escrita en el cielo de la que la mayoría de la gente se acuerda cuando se despereza panza arriba en la playa. Lo siguen en el ranking de impopularidad la corriente de El Niño (y la Niña), los megahuracanes y lluvia ácida (fenómeno detectado por primera vez en la década de 1850 en Manchester, uno de los principales centros de la industrialización británica).
La inevitabilidad del cambio climático es tal que hasta las palabras lo sufren: en la jerga de las ciencias de la atmósfera ya no se habla de “solución” sino de “mitigación” y “adaptabilidad” a un mundo más caliente, en un revival y deformación del siempre presente slogan darwiniano: “adáptate o muere”.
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