Lun 02.04.2007

EL PAíS • SUBNOTA

“La gente no podía creer que nadie nos diera bolilla”

Dos ex combatientes cuentan la odisea tras el regreso de las islas: las órdenes militares para que no hablaran, el olvido social, la dificultad para conseguir trabajo.

› Por E. M. R.

La oscuridad de las noches de guerra en Malvinas era cerrada y fría. La misma que reinaba en todo el país en esa época, más allá de la hora del día. La misma que permitió el engaño. Los testimonios de los veteranos de guerra son claros en ese sentido: pelearon por la patria y cuando volvieron se encontraron con la indiferencia de la sociedad. Eso fue lo que más les dolió, cuentan.

“Volví el 19 de junio de 1982 y sentí un golpe muy duro. Era un sábado a la noche y nos traían en un micro hacia Capital. Hacía cuatro días que estaban cayendo hermanos nuestros en Malvinas. Corrí las cortinas de la ventanilla y vi que la gente salía a bailar como si nada pasara. ‘La puta, pensar que en la isla decíamos que teníamos que continuar, que no podíamos permitir que nos ganaran las islas’, pensé. Esa fue la primera vez que pensé que todo fue en vano”, cuenta Marcos Giménez, con la mirada perdida, ensombrecida.

La dictadura había urdido bien la trama de mentiras y ocultamientos. La gente pasó de creer que Argentina ganaba a encontrarse con la rendición. Luego, a no saber nada más. En el mar de dudas flotaba la palabra fracaso. Pero no era tan claro como ahora que ese sustantivo estaba atado al gobierno de facto, y no a los soldados.

Las acciones para esconder todo lo más rápido posible tenían varios aspectos. Y consecuencias. Lo más inmediato fueron las sesiones de aleccionamiento a quienes habían luchado, que los veteranos llaman “desmalvinización”. “Nos gritaban que habíamos perdido, que no podíamos estar orgullosos por su desempeño y nos prohibían terminantemente hablar con la prensa y difundir lo ocurrido en las islas sureñas”, relata. A los “rebeldes” los internaban en Campo de Mayo asegurando que tenían secuelas psicológicas y los mantenían dopados por meses.

“Nos convirtieron en un objeto que sólo servía para sacar a desfilar el 2 de abril. Después chau, andá a tu casa. A mí me tocó de cerca la discriminación cuando tuve que ir a buscar trabajo. En las entrevistas estaba todo bien hasta que nombraba a Malvinas. Al final decidí entrar a Gendarmería, pero para quedar hice todo el curso sin decir en ningún momento que era veterano. Entré como un civil sin experiencia”, apunta Giménez, que integró el Grupo de Artillería Paracaidistas 4 del Ejército.

El plan no sólo funcionaba por acción, sino también por inacción. Aparte de las sesiones de “desmalvinización”, las Fuerzas Armadas no realizaron ningún programa de asistencia física o psíquica para los veteranos. No hubo diagnósticos ni tratamientos. Literalmente, los dejaron librados a su suerte.

Ricardo Rojas combatió en el batallón 5 de Infantería de la Marina. En él, el adoctrinamiento realizado por los jefes prendió fuerte. La vergüenza lo invadió. Afirma que “desde las FF.AA. nunca nos llamaron ni nos ofrecieron asistencia. Cuando volví me desconecté de todo lo referido a la guerra. Empecé a ejercer el oficio que me había enseñado mi papá, que es el de carnicero. Fue una manera de escapar a todo lo que me había dejado la guerra, a la violencia”, recuerda, con un dejo de vacilación en la voz. El tiempo empezó a pasar. La democracia, Maradona, Alfonsín, el Mundial de México. Las percepciones de la guerra nunca se terminaron de aclarar. Pero lo que sí era claro es que no había –no hay– un reconocimiento social para los ex combatientes. “Eramos cientos de veteranos que estábamos pululando por la calle, sin trabajo ni asistencia del Estado. Ya teníamos alrededor de 200 compañeros suicidados, que dejaban familias detrás. Ahí fue el quiebre. Decidimos empezar a trabajar vendiendo en la calle y a realizar un periódico, para contarle a la gente por primera vez lo que pasamos”, recuerdan.

Todo parecía empezar a encauzarse, pero por un cauce alternativo, lejano a lo oficial. Había que empezar a cambiar la historia oficial. Y de a poco lo iban a lograr, en un proceso que aún hoy no termina. Eso último queda demostrado en una vivencia, que Giménez rememora con bronca: “Nos tuvimos que acostumbrar a vender en la calle, a parecer que estábamos dando lástima. Pero lo peor fue encontrarnos con que muchos nos trataban de mentirosos, y para acallarlos teníamos que mostrarles el certificado de veterano. La gente no podía creer que estuviéramos tirados, abandonados y que nadie nos diera bolilla”.


El programa para veteranos

El Programa Nacional de Atención al Veterano de Guerra se puso en marcha a fines de 2005, luego de que en septiembre de ese año el Gobierno firmara la resolución 191, y funciona en las dependencias de Pami de todo el país. Una de sus características principales es que en él trabajan ex combatientes, que cumplen la función de recibir en las oficinas a los veteranos que llegan a atenderse.

“La mayor virtud de este programa es que el ex combatiente que se viene a asistir se encuentra con alguien que pasó por lo mismo que él. Antes los veteranos que trabajaban en Pami hacían labores que nada tenían que ver con los ex combatientes. Ahora eso cambió, y lo más positivo es que esto está desarrollado por ellos mismos”, remarcó la doctora Araceli Iglesias.

El plan se configura a partir de la oficina de Veteranos de cada Unidad de Gestión Local (UGL) de Pami, que actúa como centro neurálgico, ya que recibe al ex combatiente que asiste con una patología, le realiza una historia clínica y, luego de un diagnóstico rápido, lo deriva hacia la especialidad que corresponda. En ese sentido, los profesionales resaltaron que eso brinda la posibilidad de “realizar un seguimiento del veterano, algo que probó tener muy buenos resultados a largo plazo, a diferencia de todo lo que se hacía antes sobre ex combatientes”. En cada provincia hay una UGL, excepto en Buenos Aires, donde por la magnitud poblacional son varias, que se reparten el territorio provincial.

En el ámbito nacional, mediante el programa se atiende a 13.780 veteranos, una cifra que trepa a casi 50 mil pacientes si se toma en cuenta que asiste a todo el núcleo familiar. Además de su rol en la recepción de compañeros en la oficina, los ex combatientes que trabajan para el Pami también actúan en la captación de veteranos en estado de marginalidad, que por desconocimiento no están afiliados a la obra social.

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