EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
El presidente Néstor Kirchner y el cardenal Jorge Bergoglio obran un quid pro quo para determinar quién tiene la tozudez más larga. Se comenta, verosímilmente, que se detestan y que esa sensibilidad compartida es parte del problema. En ese contexto se inscribe la larga crónica de una reunión no nata entre ambos.
Entre tanto, la jerarquía de la Iglesia Católica se da por ofendida porque Alberto Balestrini no contesta un pedido de encuentro formulado por el cardenal. “No es el jefe de un bloque, sino la autoridad de la Cámara”, se enfadó el cardenal frente a un par de funcionarios oficiales con los que dialoga a diario. Su punto es atendible, Balestrini debería dar una respuesta y (¿por qué no?) recibirlo.
Menos entendible es que el Cardenal pretenda, aunque no lo verbalice, que sea el Presidente quien le pida un encuentro. Tal vez sí se entienda, tal vez crea que es la suya una autoridad superior a la del primer mandatario de Argentina. Tal argumento comulga con su visión del mundo. Pero es inaceptable, en una república. Las organizaciones no gubernamentales deben gozar de plena libertad, pero no valorarse como superiores al poder democrático.
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El interés republicano que flamea en los discursos de la jerarquía eclesiástica es, en buena medida, una novedad. La Iglesia no es una organización vertebrada en base a los principios liberales: su estructura es monárquica, los manejos de sus autoridades y los vocativos que eligen para designarse (“monseñor”), de estricta raíz aristocrática.
Persecuciones feroces hubo en nuestra historia cercana. Muchos cristianos de base, algunos sacerdotes y obispos fueron martirizados o asesinados. Pero la jerarquía, como en casi todo el siglo XX, estuvo orgánicamente en la facción de los perseguidores, a menudo en su vanguardia.
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Bergoglio hace política con un discurso antipolítico. Se trata de un manejo bastante convencional del que también se valen unos cuantos políticos profesionales. Su derecho está fuera de discusión, su ingreso al ágora lo expone a un debate entre pares, que lo son todos los ciudadanos.
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No es sencillo, para quien se juzga portador de verdades absolutas, avenirse al pluralismo propio de la sociedad democrática. La jerarquía católica argentina no ha tenido buenos desempeños en esa liza. Muchas veces transgrede el lícito ejercicio de pregonar su posición y de conducir a sus fieles, derrapando a procurar imponer sus premisas sectoriales al conjunto de la sociedad.
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Una de las ventajas a las que aspira, y en muchos casos consigue, la jerarquía de la Iglesia es que sus incursiones políticas sean tratadas con un standard distinto al que se aplica a otros actores. Sus códigos, sus elipsis de lenguaje, sus medias palabras, que serían fulminadas en boca de otros, son aceptados mansamente por muchos comunicadores. Sus movidas no son sometidas al pensamiento crítico. Su relato es repetido como un texto sagrado, siendo que se trata de incursiones mundanas. En estos días se ha explicado que la Iglesia poco injiere en la política cotidiana, que sólo le preocupan temas de extrema gravedad, como la despenalización del aborto. Ese relato no resiste un archivo ni un ejercicio mínimo de memoria. Lo cierto es que la Iglesia se ha movilizado enérgicamente en los últimos años, en distintas cruzadas cívicas, que a menudo le salieron mal. Reseñemos las más ostensibles:
- Se opuso a la incorporación de Eugenio Raúl Zaffaroni y (con mucho más fervor) a la de Carmen Argibay a la Corte Suprema.
- Bregó contra una polémica exposición artística de León Ferrari.
- Militó contra todas las leyes de educación sexual dictadas en los últimos años.
- También se plantó contra la ley de unión civil entre personas del mismo sexo, sancionada en la Capital.
Y añadamos una menos conspicua, contada ya en este diario, que tuvo éxito. Interfirió para impedir que se distribuyeran píldoras anticonceptivas y preservativos a través del Programa Remediar. El obispo Jorge Casaretto presionó al Gobierno en su carácter de titular de Caritas. Esa ONG ejercita la auditoría social del programa y Casaretto amenazó con renunciar a esa condición si se efectivizaban los envíos. Tras perder el debate democrático sobre la ley de salud reproductiva, abusando de su poder fáctico, le impuso su parecer ultraminoritario al Gobierno y, lo que es peor, a muchas personas que podrían haber hecho buen (libre) uso de las píldoras o los preservativos.
Ese juego fue condenable. Las otras intervenciones no, aunque sería edificante no disfrazarlas o negarlas.
Lo que incordia a la Iglesia, lo que motiva a Bergoglio a hablar de persecución no es la mutilación de sus libertades sino su creciente pérdida de predicamento en la sociedad.
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La secularización es la amenaza que pone en guardia a la jerarquía. Un conjunto de fenómenos se repiten en el mundo, no se los lee como una tendencia histórica sino como una conspiración. La laicización creciente, el mayor respeto a las opciones sexuales, la expansión de las prácticas anticonceptivas. En sociedades menos opresivas, con gran presencia de medios masivos de difusión, algunos temores atávicos aminoran: proliferan las denuncias contra los abusos sexuales (abusos de poder) que siempre existieron y se acallaron. Entre ellos, los perpetrados por hombres con sotana o vestidos de púrpura. En la Argentina fueron muy sonados los casos del obispo Edgardo Storni y del sacerdote Julio Grassi, ominosos de por sí, agravados (moral y jurídicamente) por la eminencia del abusador. El reflejo de la jerarquía fue clásicamente corporativo, cerrar filas, silenciar, imaginar una conjura. Ni una palabra de la Conferencia Episcopal, ni una línea en un documento de una Iglesia que es implacable cuando los laicos caen en la tentación carnal.
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“Bergoglio piensa en dos fechas”, dice un funcionario que le presta atención. “El encuentro con el Papa en Brasil y el 25 de mayo.” El 25 de mayo es la fecha del Tedéum, una penosa rutina local en la que la autoridad secular va al pie de la eclesiástica. Kirchner la puso en crisis, aunque el año pasado alteró su sano criterio: pidió el Tedéum (hacerlo es su facultad) y recibió de cuerpo presente una reprimenda del cardenal. El sentido común dominante describe al Tedéum como un derecho eclesial, el sustrato subyacente de esa caracterización incorrecta es la superioridad del que sermonea.
Una tercera fecha importante no se zarandea, pero también incide en el crescendo político episcopal. Está al caer el juicio oral contra el capellán policial Cristian von Wernich por su participación en crímenes de lesa humanidad. La política de derechos humanos, el avance de la Justicia en pos de castigar los crímenes del terrorismo de Estado no cuentan, por usar un eufemismo, con la bendición de la jerarquía católica.
Pero eso no se confiesa, menos se comenta en voz alta. Tampoco toman estado público las críticas de obispos como Casaretto y Agustín Radrizzani a la ofensiva de Bergoglio. El discurso político acumula paradojas. No sólo es antipolítico, también se construye con estridentes silencios.
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