EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Horacio Verbitsky
La declaración colectiva difundida ayer por el Episcopado Católico tiene otro tono que la homilía pronunciada la semana anterior por su presidente Jorge Bergoglio, quien buscó abrirse espacio hacia la derecha del espectro eclesiástico para que nadie lo desborde por ese flanco durante el encuentro en Brasil con el pontífice disciplinario Joseph Ratzinger. Los obispos firmantes admiten que forman parte de la sociedad política y reconocen los “pasos dados para salir de la crisis” de 2001/2002, aunque su bondad no les alcanza para decir quién los dio.
También destacan la inequidad distributiva y propugnan la amistad social, el diálogo y los consensos. Nada de ello es posible encontrar en la prosa enconada del cardenal, quien afirmó que la Iglesia Católica Argentina que preside era perseguida, calumniada y difamada. Pero los ejemplos que ofreció fueron desde un mártir cristiano contemporáneo de Jesús hasta un sacerdote y una religiosa asesinados en Auschwitz, lejos del país y antes de que naciera el presidente Néstor Kirchner. Tal vez pensaba en el obispo y en el cura pedófilos Edgardo Storni y Julio César Grassi, y en los capellanes de la policía y el Ejército Christian von Wernich y Miguel Regueiro, a quienes persiguen diversos tribunales de Justicia, por sus actos y no por sus creencias. A ellos debería extenderse el perdón que predicó la exhortación colectiva de ayer. Por lo pronto no han perdido sus licencias para dar misa, casar y bautizar porque, como dijo Grassi, “la Iglesia institucional está de mi lado”. Von Wernich convocó a “vivir esta persecución con la misma fuerza y valentía que los hombres, mujeres y niños que, entregados a los leones, bañaron con su sangre de mártires a nuestra Iglesia”. Notable coincidencia con el discurso de Bergoglio, quien también implicó a los obispos disidentes de su beligerancia con el gobierno como “mediocres que pactan con el mundo”. Ellos serían exponentes de “una Iglesia tibia” que negocia la verdad para “evitar la persecución”, con lo cual “se sociabilizará educadamente en su esterilidad”. (Para que se entienda mejor: el neologismo pedagógico sociabilización, que Bergoglio encomilló, es habitual en el ministro-candidato Daniel Filmus).
A diferencia de los tiempos del excluyente integrismo, Bergoglio se exhibe ahora con su amigo judío, su amigo evangélico y su amigo islámico. Reconoce así otras realidades y trata de encolumnarlas detrás de una inmutable hegemonía, siempre desde una perspectiva confesional: reivindica el monopolio de la moral y la sabiduría sin concesiones a la legitimidad democrática, que no se basa en la voluntad divina sino en la soberanía popular. Cada vez que olfatea que esa representación está en crisis, y es obvio que aún lo está, la Iglesia Católica alza el índice de pontificar, con certezas bimilenarias e impoluta buena conciencia, como nacida ayer. A las autoridades públicas espera verlas arrodilladas como en el confesionario y algunas la han complacido.
El texto episcopal que reemplazó a la anunciada conferencia de prensa carece del acento belicoso de la homilía de apertura, pero su misógina pretensión de gobernar las conductas sociales es la misma. Ante el proceso electoral de 1932 la jerarquía sostuvo que los católicos debían apoyar a los candidatos “aptos para procurar el mayor bien de la religión y de la patria”, que se concebían como una indisoluble unidad, y prohibió votar por quienes postularan el laicismo escolar y el divorcio. Hoy esas cuestiones forman parte de “la mundana racionalidad” y del “sentido común de normalidad y civilidad” que Bergoglio denostó. Ahora los obispos católicos denuncian el individualismo y el relativismo y sugieren orientar el voto según las políticas de género, la salud reproductiva, la educación sexual y sus respectivos efectos civiles, sobre la escuela y la familia. Ni siquiera hay que leer entre líneas para conocer sus preferencias; l@s candidat@s escogid@s se encargan de revelarlas con gestos y declaraciones.
El principal documento reciente del Episcopado se tituló “Una luz para reconstruir la Nación”, revelador del rol que esta “madre y maestra” no ha dejado de atribuirse. Aquel texto proponía el rescate de los militares de la dictadura al “establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto” y “alcanzar esa forma superior del amor que es el perdón”. El de ayer reclamó la “reconciliación”.
El 25 de mayo de 2006, Bergoglio recitó ante Kirchner el pliego de agravios de la oposición. Un vocero oficioso aclaró al día siguiente que sus afirmaciones no estaban dirigidas a las autoridades. Su gestión para acercar a Jorge Telerman y Elisa Carrió no fue una primicia de este diario, sino de Ambito Financiero. Está en todo su derecho de participar en la campaña electoral y también de decir que no lo hace, de aporrear al gobierno y de fingir que no se refiere a él. Lo que no puede justificar es su ofuscación cada vez que alguien opina de otra manera.
Por temperamento y por cálculo, Bergoglio ha elegido el camino del antagonismo. Por temperamento, el presidente Néstor Kirchner le contesta sin calcular su conveniencia. A veces con palabras, a veces con gestos, como hará el 25 de mayo al asistir a un Te Deum bien lejos de la catedral porteña. Cuando eligió escuchar la homilía en Tucumán, quien lo zamarreó fue el actual vicepresidente de la Iglesia, Luis Villalba. Una semana antes de las elecciones porteñas le costará desaprovechar semejante tentación al obispo de San Rafael Eduardo Taussig. Así Kirchner favorece a su autodesignado oponente. La solución no reside en polemizar con él sino en escuchar la vox populi de una sociedad compleja y reanudar el inconcluso proceso de secularización.
Un gobernante menoscaba a sus electores y a su investidura al allanarse a una ceremonia que no está contemplada en las leyes, resabio colonial y símbolo de sumisión a una soberanía superior. El ciudadano presidente puede profesar el culto de su preferencia cuando lo desee. El jefe del Estado no debería disminuir su representación, aunque tenga el cuidado de no llevar al templo la banda y el bastón, atributos del mando. Sólo desconociendo el aristotélico principio de contradicción es posible exaltar la división de poderes pero también la subordinación de todos ellos a otro más alto, que se reclama trascendente.
La solución no es eludir en cada fiesta patria a Bergoglio, lo cual alimenta su desafío, sino abstenerse de solicitar el Te Deum: menos fricción y más indiferencia. Lo mismo ocurre en el caso de Antonio Baseotto. Cuando propuso arrojar al mar al ministro que recomendaba el uso de preservativos, Kirchner tuvo las mejores razones para derogar el acuerdo que le había otorgado Duhalde. Pero no pudo evitar que la curia romana lo mantuviera semiclandestino en sus funciones. Más nítido y hasta menos conflictivo hubiera sido revisar con la silla apostólica el Concordato que dio origen al Obispado Castrense, firmado en 1957 por la dictadura de Aramburu y Rojas.
La Iglesia Romana supo antes que la prensa argentina de un proyecto de ley que denuncia ese tratado. De aprobarse, cesarían en sus funciones el obispo castrense y todos sus capellanes; los miembros de las fuerzas armadas y de seguridad gozarían de libertad para profesar su religión y no podrían ser obligados a participar de ceremonias litúrgicas en actos oficiales. Su autora es la senadora frentevictoriana Adriana Bortolozzi de Bogado, pero la jerarquía cree que responde a la voluntad presidencial.
Ojalá así fuera.
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