EL PAíS • SUBNOTA › HUBO UNA CONCENTRACION EN CONGRESO Y UN ACTO EN PLAZA DE MAYO
El discurso de CFK se transmitió por parlantes. Hubo quienes fueron para escucharlo y a quienes los sorprendió porque sólo pasaban por ahí. El Bauen esperaba a los venezolanos, pero no pudo ser. El lustrabotas de Callao y las banderas del Che. En Plaza de Mayo cantaron Lerner, Santaolalla, Pablo Romero, de Arbol, y Patricia y Mercedes Sosa.
› Por Alejandra Dandan
La asunción se cerró en Plaza de Mayo con un abrazo. Cristina Fernández terminó su acto acercándose a Mercedes Sosa y a quienes la esperaron en la plaza. La espera no fue la única. Había empezado más temprano en los alrededores del Congreso. Hubo un lustrabotas en Callao, otros se juntaron a vender banderas del Che Guevara. También hubo sobrevivientes de los centros clandestinos parados ante una valla y, en una esquina de Corrientes, alguien, desorientado, se asomó al lugar de los actos hablando en voz alta de Louis Vuitton.
Juan Carlos era uno de ellos. Se detuvo apurado en Callao y Corrientes cuando lo paró el semáforo. Como en un soliloquio, repetía en voz alta ante la nada, que ahora es la hora de Louis Vuitton. Como si se lo dijera a alguien, o como si la época fuera capaz de escucharlo.
“Linda, linda, linda es la propuesta de Cristina”, dijo después, ante un pedido de este diario. “Que ella llegue para interiorizarnos de este cambio, eso puede ser”, indicó mientras cruzaba la calle más apurado todavía y en busca de un restorante. Juan Carlos es como esa gente sin tiempo, parte de la Paramount, decía, de una productora, encargado de la distribución de películas de cine para los shopping. El día lo llevó hasta ahí, a esa especie de frontera abierta en medio del centro, a unas cuadras del Congreso y donde las vallas de la Policía dividieron por unas horas al mundo en dos partes. De un lado, los integrados; del otro aquel país que siguió adelante con sus tiempos demorosos, trabajados e inmutable.
El Bauen no es lo que era hace tiempo. Un grupo de trabajadores del hotel recuperado, a esa hora hacían un pequeño revuelo en la vereda. Callao estaba vacía. El tránsito cortado. Y los dos mozos seguían de cerca las derivas de unos tambores del Suterh, el sindicato de los encargados de edificio que estaban reconcentrados como una orquesta de cámara tratándole de sacar acoples a sus bombos.
“Esperábamos a la delegación venezolana acá en el hotel”, explicó Marcelo del Bauen, encargado de prensa. Con el paso de los días, el hotel no recibió a diplomáticos extranjeros, ni a presidentes, ni a la gente de Chávez. “La cosa quedó en manos de la Cancillería argentina que al final los mandó al Sheraton”. ¿Por qué? “No, por una cuestión de política porque querían tener a todos los presidentes juntos.”
A unos metros, camino al Congreso, Ruben Ruiz quedó sentado en un banco. Se retiró del Correo Central apenas asumió Carlos Menem, y ahora lleva catorce años lustrando botas, empezó con una parada en Mitre donde había un ministerio, dice, y donde perdió plata porque lo único que se hacían eran protestas por falta de trabajo. Ahora pasa el día en Callao y Perón, no es que las cosas sean sencillas pero cada tanto pasa algo como esas hileras de caminantes, no mareas pero sí hileras, que lentamente van avanzando.
¿Cristina?, dice él. “¡Y qué se yo! Hay que esperar a ver que pasa.”
A las dos y media de la tarde, en el Congreso empezaba el acto de asunción. Afuera, a uno y otro lado de las vallas y a lo largo de Rivadavia y de avenida de Mayo se esperaba la salida de Cristina Fernández en auto y hacia Plaza de Mayo. En la Plaza del Congreso, dos potentes parlantes permitían seguir la sesión, aunque faltaban las imágenes. En la calle hubo granaderos a caballo, extranjeros con cámara de foto y celulares en mano pero que no speak spanish y los televisores del restorante de Plaza del Carmen copados por curiosos, turistas y, ansiosos, militantes.
Eduardo Lijavestsky mantuvo en alto la única bandera opositora de la plaza. “Ya ‘murieron’ a Favaloro ¿cuantos más debemos morir.” Del otro lado, el cartel permitía entender que se trataba de uno de los prestadores médicos y ondontológicos del PAMI, en protesta desde 1996. “Nos pagan 5 pesos una consulta, 9 pesos una extracción, para nosotros es humillante”, dijo y sacó de un maletín un papel, y otro, y luego intentó cerrar un cierre, y mantener el cartel en alto, y cerrar mejor ese cierre. “¿Me ayuda?”, pidió. “Tengo miedo que me roben porque ya otra vez me pasó.”
A unos pasos, una mujer sigue atentamente las derivas de la sala. “Es cierto que no hay tanta gente”, dijo ella, 60 años, paso firme, militante de los setenta y sobreviviente, según contó. “Pero en el ’83, por ejemplo, veníamos de un proceso distinto, salíamos de una dictadura y estábamos todos y con el paso del tiempo, a lo mejor cada vez va a haber menos gente en la plaza y ojalá que sea así porque quiere decir que todo será más cotidiano.”
A sus espaldas, Marta Colello no tenía banderas ni carteles. Fue parte de los que se acercaron por las suyas, por fuera de las pancartas que parecían multiplicar las identidades de la Plaza. Arriba, los planos más altos quedaron en manos de los gremios. Estuvieron sobre los paredes de los edificios más altos y notables, en los cables de luz, en los postes, y por encima de donde estaban la gente o sus banderas territoriales con los nombres de los jefes políticos del conurbano.
“Gracias Néstor, fuerza Cristina”, escribieron los trabajadores del calzado sobre la Confitería de El Molino. Como ellos, todos pusieron esas firmas colectivas, una y otra vez. Los trabajadores pasteleros dejaron su cartel en Avenida de Mayo; también los “trabajadores impositivos”. Y lo mismo hicieron los “trabajadores gastronómicos”. El gremio de Barrionuevo colgó su bandera de extremo a extremo de la avenida: “Gracias presidenta Cristina”.
Rita Vaquero llegó a la mañana temprano. Con ella llegaron otras 42 personas en el vagón de un tren que había salido de Córdoba. El tren viajó durante toda la noche, paró en Rio Cuarto y en Rosario, quedo fuera de las vías por las tormentas, pero logró llegar a Retiro con cinco vagones. Ella estuvo ahí en la plaza, y no estuvo sola. Desde ahí, habló de su barrio, del IPV, de un marido desempleado. Él es uno de los obreros de la Renault del barrio de Santa Isabel, perdió el trabajo hace 26 años. Ella ahora quiere recuperárselo. En Fiat, en VW o donde sea. Dice. Vaya a saberse por qué, ella llegó a Buenos Aires para pedir por eso, como si fuera un acto de devoción, o una creencia que se reedita con la militancia.
–¡Córranse! ¡Córranse! –se escuchó de las mujeres que están pegadas contra las vallas. Les gritan a los fotógrafos y periodistas que están adentro, al lado del auto que empieza a pasar con la presencia de Cristina.
–¡Cristina! ¡Cristina! –le gritan. Cristina se da vuelta. O parece, o qué importa. Hay celulares prendidos. Toman instantáneas. Hay quienes empiezan a caminar para la Plaza de Mayo. Entre ellos se van con sus banderas a diez pesos del Che, de Perón, del PJ, de Evita y de Argentina Darío Salas y Matías Martínez que se había vendido tres banderas en lo que iba del día, dos del Che y una de argentina.
–¿Ustedes venden banderas del Che?, dijo Delia Gaitán, riojana ella, cuando pasaba.
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