Sáb 02.02.2008

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

El nombre de la rosa

› Por Sandra Russo

Nombrar nunca fue un acto inocente. Dar nombre a algo o a alguien es de alguna manera inaugurarlo, hacerlo entrar en la lengua, ofrecer una identidad que identifique, en el caso de las personas, un Yo con un sonido. Nuestros nombres se escriben, pero sobre todo se pronuncian. Por nuestros nombres nos llaman. Llamamos a las cosas por su nombre. Esa frase, acaso más que ninguna, une la idea de nombre a la idea de verdad. Llamar a las cosas por su nombre implica claridad.

Nuestros nombres se descomponen en dos partes. La segunda, el apellido, es el nombre de nuestra identidad. Somos primero que nada el apellido. Somos incluso aquellos que en la escuela eran apenas un apellido. Así han quedado marcados en la memoria. En la mía están Schteigerwald, Gerber o Bacigalupo, por ejemplo. Piensen: todos tenemos dos o tres apellidos que arrastramos desde la infancia. Y son apellidos los socios, los políticos, los funcionarios, las directoras de escuela, los médicos, los próceres. En la vida pública, sólo los cantantes pop se llaman Shakira o Madonna.

Quiero decir: el hecho de empezar a nombrarnos por nuestros apellidos paterno y materno es revolucionario. Internamente revolucionario. No sólo empata el peso del padre y la madre en la identidad de un hijo. Más allá de cada uno de nosotros, que en la lengua se imbriquen lo femenino y lo masculino para la gestación y crianza de un hijo, y para la continuidad de la especie, nos invitará (nos obligará, diría Barthes) a pensarnos a nosotros mismos como fruto de una combinación de pares.

Lo que la lengua no nombra, no existe. Hasta ahora, lo femenino es borrado en la identidad de alguien. Tener los dos apellidos y poder optar por uno de ellos cierra ese cambio como una coronita de oro: no sólo nos nombran, sino que también podemos decidir nosotros quiénes somos.

Nota madre

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