› Por Javier Lorca
Con agotadora perseverancia, las discusiones suelen debatirse sobre supuestos que quedan fuera de discusión. Casi siempre, esos supuestos residen en los variantes significados del lenguaje, en la disímil atribución de significados que un lenguaje admite –variaciones que, por supuesto, refieren o generan mundos contradictorios–. La preocupación por “las palabras de la política y la política de las palabras”, es decir, por el orden simbólico que sustenta la vida social, es un aspecto central y muchas veces descuidado de los estudios políticos. “¿Con qué palabras pensamos la política? ¿Qué sentido damos a esas palabras? ¿Qué sentido dan a esas palabras los actores que intervienen en la política?”, se preguntan Eduardo Rinesi, Gabriel Vommaro y Matías Muraca en Si éste no es el pueblo, una compilación de artículos de investigadores de las universidades nacionales de General Sarmiento y de Mar del Plata.
Minando las interpretaciones políticas dominantes, el libro constituye una intensa puesta en cuestión de ciertas palabras e ideas clave –“democracia”, “hegemonía”, “populismo”–, del devenir de sus representaciones, sus sentidos contrapuestos y las disputas por instituirlos. Los compiladores destacan, por caso, el curioso derrotero antagónico de “populismo” y “hegemonía”: el primer término surgió como designación de “un fenómeno patológico” para luego ser recuperado como una compleja categoría que despejó nuevos horizontes para el pensamiento político, mientras que el segundo término, “hegemonía”, un rico concepto gramsciano con capacidad para explicar las relaciones de dominación social, sufrió “una especie de degradación inopinada y absurda”, volviéndose casi una descalificación –“vocación hegemónica”, “tentación hegemónica”–.
Un caso ejemplar para reflexionar sobre las tensiones en torno de una idea –y las consecuencias materiales que pueden derivarse– es el de “la república”. Si desde hace tiempo la usina político-académico-mediática del sentido común insiste en una definición de la república como un aparato de instituciones, normas y buenas costumbres cuyo respeto garantiza, de un modo nunca precisado, la administración pacífica e idílica de la cosa pública –la domesticación de los monstruos de lo social–, Rinesi y Muraca rastrean aquí otra tradición del pensamiento republicano: la que concibe a la cosa pública como un permanente y nunca superado conflicto de intereses y deseos, como “un campo de batalla”. Para los autores, esta noción de la república ilumina un punto de encuentro con el populismo, entendido como una experiencia política dual, que enfrenta al pueblo con el poder –su faz belicosa– y, a la vez, dispone un espacio común para ambos –su faz consensual–. La reunión de ambas tradiciones, la republicana y la populista, les permite reformular las concepciones liberales del ciudadano –no apenas un individuo apegado a derechos y garantías, sino también un sujeto políticamente activo–, de la libertad –”ningún ciudadano puede ser libre en una comunidad que no lo es”– y del Estado –menos un cerco para el individuo que una herramienta para su libertad–. Todo esto, para imaginar una democracia preocupada por incluir a los excluidos.
Las acepciones de la república son examinadas también por Sergio Morresi, en otro artículo que el capricho lector recomienda. El autor contrapone una interesante hipótesis a las consabidas diatribas sobre las falencias del sistema político argentino y la ausencia de suficiente separación entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Morresi desnaturaliza cierto consenso ideológico sobre lo republicano y luego señala las que, a su juicio, son las debilidades centrales del régimen: por un lado, “el poder popular está excesivamente separado del poder estatal” y, por otro, “los poderes de los representantes, funcionarios no electos y grupos de interés están demasiado débilmente separados”. Es decir... el déficit de la Argentina se registra en el espacio de la democracia y no en el de la república.
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