› Por Javier Lorca
La minería ha sido un principio seminal para el alumbramiento de la moderna civilización técnica, tal como lo ha sido para su más fecundo deudo, el capitalismo. Pero quizá lo ha sido menos por sus aportes a la acumulación de riqueza, la industria metalúrgica y la generación de energía que por su capacidad para instituir un régimen de actividad humana y su relación con la naturaleza. Desde sus fases primitivas, la minería proporcionó un modelo productivo definido por la extracción y la explotación de la tierra sin inversión ni devolución alguna. Y con un profundo desprecio por las condiciones del trabajo: en canteras subterráneas, en socavones sórdidos, oscuros y mal ventilados, los hombres –los esclavos– picaban, trituraban y explotaban la roca pagándolo con sus cuerpos –se sabe, la expectativa de vida del trabajador minero siempre ha estado entre las más bajas de toda industria—.
Históricamente, el arrasamiento inherente a la minería ha debido ser reconocido incluso por quienes estaban dispuestos a considerar que sus fines lo justificaban. Ya en el lejano siglo XVI, uno de los padres de la mineralogía, Georg Pawer, admitía en su canónico tratado De Re Metallica: “El argumento más fuerte de los detractores es que las operaciones mineras devastan los campos (...) También condenan que se corten los bosques y las arboledas porque se necesita una cantidad inacabable de madera para construcción, máquinas y fundición de metales. Y cuando se han derribado los montes y las arboledas, quedan exterminados animales y pájaros (...) Además, cuando se lavan los minerales, el agua que se ha utilizado contamina los arroyos y los ríos o destruye los peces o bien los hace huir. Por consiguiente, los habitantes de esas regiones, debido a la devastación de sus campos, sus bosques, sus arboledas, sus arroyos y sus ríos encuentran dificultad en conseguir lo necesario para la vida”.
Tras siglos de expoliación, la escasez de los yacimientos subterráneos ha propiciado nuevos modos de extracción, entre ellos el denominado “a cielo abierto”, dirigido a recolectar mineral ya no concentrado en un cantón sino diseminado en grandes extensiones. Su metodología consiste en, primero, producir enormes voladuras de montañas y, luego, mediante una sopa de sustancias químicas, separar los metales de la roca y el mineral, con consecuencias aún mayores que en la minería tradicional sobre el medio ambiente. Ese modo de explotación a gran escala se ha impuesto contemporáneamente en América latina, como parte de un modelo extractivo-exportador más amplio.
En Argentina, “la expansión y el control de la nueva megaminería a cielo abierto es potestad exclusiva de las grandes empresas transnacionales, gracias al marco regulatorio sancionado en los ’90 y confirmado por las sucesivas gestiones”, explican Maristella Svampa y Mirta Antonelli en Minería transnacional, narrativas del desarrollo y resistencias sociales. En consonancia con esas empresas, los Estados nacional y provinciales han asumido –en el país y en la región– “una narrativa desarrollista, en busca de la legitimación social del modelo y en nombre de una responsabilidad social, que oculta de manera sistemática los graves impactos sociales y ambientales de estos emprendimientos”. Los artículos que compilan Svampa y Antonelli en este libro analizan el fenómeno desde una doble perspectiva. Por un lado, ofrecen un análisis de aspectos simbólicos involucrados: la construcción del discurso hegemónico acerca de la minería en relación con nuevas estrategias de dominación y expropiación; “la fabricación del crédito social” a partir del rol de un conglomerado que abarca instituciones estatales, corporaciones privadas, universidades, medios de comunicación. Por otro lado, dan cuenta de las numerosas formas asumidas en Argentina por la lucha social contra este proceso. En ambos casos, con un mismo propósito, alimentar “una verdadera discusión pública y académica” sobre un modelo de desarrollo que se está imponiendo sin debate y, más profundamente, “sobre las complejas dimensiones, los múltiples niveles y sentidos que hoy recubren el término desarrollo”.
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