No hubo guerra civil ni el dólar llegó a diez pesos, pero tampoco fue barrida la clase política e instalada una asamblea constituyente. Quedó la presencia latente de la movilización y la protesta popular, que hizo que la democracia recuperara su condición de contrato político y social.
› Por Edgardo Mocca *
Para bien o para mal, ni las promesas ni las amenazas de ese hoy tan lejano diciembre argentino no se cumplieron. No se desató en el país una guerra civil ni fue necesaria la intervención de virtuosos comités internacionales para administrar su quiebra financiera y política; el dólar no llegó a costar diez pesos ni se esfumó la soberanía monetaria tal como profetizaba (e impulsaban) los partidarios de la “dolarización”, corresponsables centrales del colapso bruscamente instalados en el lugar de consejeros para su reconstrucción. No tuvo lugar el clásico episodio autoritario destinado a recuperar el orden en las calles, cuestionado por la turba indignada. Argentina no salió de su crisis por el camino que soñaba la derecha.
Claro que tampoco fue barrida la clase política “venal, incapaz e irrepresentativa” por el viento purificador del pueblo. No hubo una asamblea constituyente refundadora de la democracia auténtica, malversada por los políticos. Las asambleas populares que entonces nacieron no se constituyeron en gérmenes de un poder auténticamente popular. Los políticos son (casi) los mismos; el artículo 22 de la Constitución que consagra el carácter representativo de nuestra democracia no ha sido derogado. Otro modo de la desilusión: en este caso “de izquierda”.
Las revoluciones (o contrarrevoluciones) que no se consuman dejan siempre un regusto amargo en la boca; una sensación de oportunidad perdida, aunque no sepamos mucho sobre cuál es el mundo que no terminó de nacer. La luna de miel tumultuosa y desesperada de ese diciembre no duró mucho. En rigor, los climas revolucionarios nunca duran mucho: terminan porque hay que “volver al trabajo”, a las rutinas, a los días grises de la normalidad. Lo que diferencia a los estallidos populares entre sí es el paisaje social que los sobrevive. Entre nosotros, la economía comenzó a recuperarse lentamente en 2002, la política atinó a recomponerse y a readaptarse y las asambleas populares no perduraron, aunque generaron, en algunos casos, nuevas formas de asociatividad popular.
Las salidas pacíficas y graduales de las crisis, como fue nuestro caso, tienen el problema de que arrastran la mochila del viejo régimen. No hay un nuevo punto cero, una línea demarcatoria precisa entre lo nuevo y lo viejo, lo que en la práctica suele lucir como permanencia intocada de todo aquello que esperábamos que la crisis sacara de la escena. Tienen, en cambio, una ventaja que sólo se nota cuando falta: la de impedir el derramamiento de sangre, proteger las instituciones de la libertad y conservar la trama de la comunidad política. Claro que entonces la pregunta es qué ganamos con aquellas jornadas de movilización popular y estremecimiento político; porque la unidad nacional, la democracia y la paz ya existían antes.
Las promesas incumplidas, y acaso incumplibles, de aquellas jornadas son, tal vez, su mejor herencia. La presencia latente de la movilización y la protesta popular han jugado y juegan un enorme papel en nuestra vida política. La democracia ya es inconcebible como un mero agregado de instituciones armoniosas; recupera su condición de contrato político y social, su status como ejercicio vivo y dinámico de la soberanía popular. Con las elecciones periódicas como eje del sistema y con el conflicto social pacífico y legalmente regulado como alimento imprescindible de su legitimidad. Es cierto que en estos años ha cobrado fuerza el fenómeno de las “minorías intensas” que pretenden imponer su verdad y su concepto de la justicia por sobre la voluntad mayoritaria de la sociedad; pero el camino para la superación de este fenómeno no es la imposición de la “ley y el orden” por medio de la represión, sino el fortalecimiento institucional del país, la capacidad para hacer convivir la legalidad democrática con la expresión de la protesta popular.
Estos cinco años no colmaron las ilusiones de nadie. Muchos de los problemas nacionales y particularmente el más dramático, el de la exclusión de millones de hombres y mujeres, siguen vigentes. Pero la política está otra vez entre nosotros. Envuelta en el ropaje del marketing, los sondeos y los “castings” políticos, pero ya no escondida en la retórica del pensamiento único; centrada en líderes más que en sólidos partidos pero polémica y diferenciada; gradualista pero no resignada. Nadie soñó este país –con su recuperación y su vasta agenda pendiente– en las calles dramáticas de aquel 19 de diciembre. Pero este país es, aunque sea en parte, tributario de aquellos episodios.
* Politólogo.
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