El 20 de diciembre dejó su marca en la ilusión de un país unido en la búsqueda de su destino, pero no pudo cuajar en un proyecto histórico de referencia.
› Por Silvia Bleichmar *
El 20 de diciembre del 2001 más que un cambio político se produjo un rugido del país. El golpe de las cacerolas dio cuenta de la furia, una protesta que puso en evidencia el dolor y enojo, sin palabras aún disponibles.
El balbuceo articuló algunas frases, sin embargo, más de deseo que de propuesta: “Que se vayan todos”, acompañada de “No se va, el Pueblo no se va”, intentó definir quién se adueñaba del país, pero sólo como revelación de profunda indignación frente a la corrupción y la expoliación del sistema político-financiero. Sin embargo, gran parte de los argentinos atribuyó el “fracaso” del modelo fundamentalmente a la corrupción y no al modo mismo de subordinación a los intereses más degradados del capitalismo salvaje, a la profunda inmoralidad que guardaba y a las formas con las cuales el bienestar supuesto de los ’90 se desbarató dejando los muñones de la nación al aire, y con ellos, en carne viva, a un país que a diferencia de los ’70 no basó su aquiescencia por terror sino su connivencia con las migajas de un festín al cual no estuvimos invitados sino recibiendo desde el corredor las sobras aplacatorias que convocaban a la complicidad y la pérdida de identidad.
Más allá de esto, el 20 de diciembre, por primera vez en años, se dio cabida a la ilusión de un país unido a la búsqueda de su propio destino, ilusión que no podía fecundar en la esperanza sin un Proyecto Histórico de referencia, proyecto imposible de realizar sin una revisión profunda no sólo de los enunciados políticos sino incluso teóricos que guiaron a las fuerzas más avanzadas del país a lo largo del siglo XX.
La impotencia es pariente de la intolerancia. Los años posteriores dieron cuenta de lo mejor y lo peor del país: desde el reconocimiento de la imposibilidad de la salvación individual por parte de muchos, hasta el ocultamiento de la riqueza no por pudorosa ética sino por temor al despojo de los excluidos. Desde las tareas solidarias programadas para suplir las carencias de un Estado que no termina aún de reponerse de su devastación, al retiro de su función y a la reducción de mero administrador de las crisis que por sucesivas devienen una sola y gran catástrofe, al odio a los excluidos, y a la resistencia profunda y sostenida por parte de estos de evitar su deshumanización.
La impotencia se emparienta con la desesperanza: el cisma que nos partió en dos regiones sociales, económicas y de perspectiva no ha sido indudablemente saldado, ni parece por ahora tener visos de resolverse –al menos en las condiciones habituales que implican la profunda indiferencia de quienes han quedado de un lado de la muralla de acciones y palabras y que piden, tal vez por “fatiga de la compasión” en algunos casos, por egoísmo en otros, que les quiten de la vista la miseria, a los desharrapados que los someten constantemente a su temor a un destino similar dado que sus condiciones de supervivencia material y simbólica no se encuentran definitivamente establecidas.
El bolsón de fascismo se muestra acá permanentemente cuando el odio a los excluidos se expresa bajo formas racionalizantes que hacen a muchos eludir la responsabilidad social que implica el concepto de semejante en el marco no sólo de un territorio sino de un proyecto irrealizable sin la participación conjunta. Se muestra también el pliegue del fascismo en el pedido de seguridad y la tolerancia a la impunidad, la naturalización de la muerte de los niños y adolescentes y la convicción resignada respecto al carácter inevitable de la miseria.
Sin embargo, la contrapartida es clara: si bien el reclamo de una justicia saludable no ha logrado aún unificarse, la lucha contra la impunidad es posiblemente uno de los motores más fuertes de las movilizaciones de poblaciones que salen a pedir reparación jurídica antes de terminar de velar a sus muertos, porque saben que no hay descanso en paz si no se mueven en dirección de lograr el reconocimiento del derecho de las víctimas.
Los modos de deshumanización que se ponen de relieve en el intento de someter a una parte del país a su condición simplemente de “superviviente asistido”, con vidas “innecesarias de ser vividas y vidas valiosas perdidas”, encuentran su límite en el florecimiento de acciones creativas y búsquedas nuevas que dan cuenta del deseo profundo de no verse reducido a la animalidad más degradada, sometida a la caridad que sólo conserva la vida y despoja del mundo simbólico que lo transforma en humanizado.
El país se ha tornado complejo: no se ven bordes nítidos salvo a nivel de las estadísticas. El sistema de representaciones que lo sostiene no es homogéneo: no hay dominancias, y la oscilación entre la responsabilidad ética compartida de construir un proyecto común y el deseo de supervivencia individual a cualquier costo es constante. Los argentinos tenemos una falla en la noción del largo plazo, y la inmediatez, producto de una historia sometida a los vaivenes de los intereses más degradados, obliga constantemente a sostener la cotidianidad bajo modos que son en muchos casos degradantes.
Sin embargo, creo que el 2001 dejó su marca: nos hemos convencido de que nuestros tratos societarios y la tolerancia a la impunidad nos arrastran a un abismo, sin que aún hayamos tomado en nuestras manos de manera unificada el carácter político que esto implica. La corporación política, si bien cerrada aún sobre sus propios intereses, se muestra más sensible a la posibilidad de deponer sus propias ambiciones cuando la marea humana se le lanza encima –como ocurrió en Misiones, donde se produjo, por primera vez, un verdadero proceso de reciudadanización en virtud del carácter político que tomó el reclamo de poner coto a la inmoralidad política–. Y si bien una parte importante de la población ha entrado en cierta rutinización, cierto naturalismo de la injusticia –siendo indudable que éste es el problema mayor que enfrentamos para poder reconstruirnos de manera profunda a partir de las experiencias históricas que arrastramos– aún se alimenta aunque sea de manera fragmentaria y aislada el anhelo de un país más justo y capaz de desplegar, no sólo de sostenerse, en su potencialidad.
* Doctora en Psicoanálisis de la Universidad París VII. Escritora, autora de No me hubiera gustado morir en los ’90, entre otros.
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