ESPECIALES › SUPLEMENTO ESPECIAL 25 AñOS DE MALVINAS
“Los argentinos aceptaron mandar a sus hijos a morir por una patria en el momento mismo en que la entregaban”, señala el filósofo León Rozitchner.
› Por León Rozitchner
En plena Guerra de Malvinas el ministro de Obras y Servicios públicos, ingeniero Sergio Martín, elevó a la Presidencia de la Nación (abril de 1982) los proyectos de privatización de todas las empresas dependientes de esa cartera: YPF, Gas del Estado, Yacimientos Carboníferos Fiscales, Química Río Tercero, Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTel), Ferrocarriles Argentinos, Aerolíneas Argentinas, Empresa Nacional de Correos y Telégrafos, Obras Sanitarias de la Nación, Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (Segba), Agua y Energía Eléctrica, ATC Argentina Televisora Color Canal 7, Hidroeléctrica Nordpatagónica (Hidronor S.A.).
La “gesta” de las Malvinas se había convertido en un hecho “objetivo”, que mirábamos desde afuera como algo triste acontecido allá lejos. Un día aciago, es cierto, como el de la derrota de Vilcapugio y Ayohuma, los argentinos perdieron otra batalla: las Malvinas. Pero nos negamos a comprenderla como la Gran Batalla, la última con la cual culmina la perdición de la Argentina en la que colaboraron casi todos sus habitantes. Todavía seguimos pagando el botín de esa guerra. Esa mayoría, sin cuyo apoyo unánime no hubiera habido guerra, esa muchedumbre ahora más silenciosa que nunca, ¿puede pensar siquiera que por su adhesión activa vivimos este presente en el que estamos ahora?
Han pasado más de treinta años y sus consecuencias siguen vivas. ¿Cuál es el derrotero marcado por estos hitos –las Malvinas es el más importante–- que llevó a sus ciudadanos a entregar y empujar al país hacia la destrucción y la muerte? Isabelita-”Proceso” militar-Genocidio militar- Malvinas-Menemismo patricida-genocidio civil: tal es la serie de la última parte de la tragedia argentina. En ese breve período se consumó la entrega de miles de argentinos a la muerte al mismo tiempo que se nos despojaba de la geografía que constituye la verdad material de aquello que se llama el suelo de la Patria.
Pensemos. La soberanía de un país es la de sus cuerpos ciudadanos vivos. Pero no hay patria “espiritual” si no tiene su asiento en la tierra: nuestra geografía es el suelo materno de nuestra vida colectiva sin el cual nuestra existencia no sería posible. Somos argentinos porque nuestro cuerpo colectivo abarca la materia viva de lo que llamamos patria. La común pertenencia a su geografía define nuestro ser argentinos. Pero la tierra es nuestra y al mismo tiempo no es nuestra: esta contradicción define a la Nación y a la Patria. Simbólicamente todos somos argentinos mientras nos reconocemos en la bandera, el escudo, en el himno, en sus héroes o en sus leyes. Pero ¿qué pasa con la geografía, cuya materialidad viva fue convertida en propiedad privada de ellos, pero sólo en nuestra cuando sus dueños nos mandan a morir por la patria? A la tierra patria sólo se la recupera muriendo, no compartiéndola. Y así en las Malvinas. Los argentinos aceptaron mandar a sus hijos a morir por una patria en el momento mismo en que la entregaban: cuando recordando las islas idealizadas de la escuela primaria alcanzaron la posesión terrenal alucinada más tonta, fetichista y abstracta.
Malvinas es un acontecimiento crucial en nuestra historia, donde se sella un pacto siniestro que todavía dura: la complicidad de la mayoría de sus habitantes con el terrorismo de Estado. Esa unidad que el terror había anudado aún no ha sido rota. Porque alrededor de la “Reconquista de las Malvinas” convergió la totalidad de sus fuerzas sociales, de derecha y de izquierda. El gobierno genocida y sus cómplices de múltiples poderes, que lo habían instalado para realizar esa faena, genocidas todos, de pronto logra la Unidad Nacional alrededor de la defensa de la soberanía de la patria. ¡Oh maravilla! Lo más temido por la derecha y el imperio, de arriba hasta abajo, arrastrando ahora tras del triunfo ilusorio a todos los habitantes y a miles de jóvenes a perder la vida. Los genocidas ya no fueron sólo los militares, ni los hombres de la Iglesia, ni los financistas, ni los empresarios, ni los directores de los clubes de fútbol, ni los medios: ahora la población mayoritaria los acompañaba. ¿Algún día los argentinos asumirán la responsabilidad que la inocencia hipócrita y dolorosa encubre? Esta Argentina despojada, que relojea el mundo mientras cree que está viva, poblada de almas muertas y de cuerpos difuntos, es el resultado de aquella unidad siniestra, pacto mortal que todavía no pudo ser desanudado entre nosotros.
La guerra de las Malvinas logró el milagro: la unidad más completa que nunca pudo siquiera ser pensada por toda la izquierda –peronista y las otras– se realiza de pronto por arte de magia y con ella se esfuman las contradicciones tan declamadas por la dialéctica abstracta. El clarín de guerra soplado por un general borracho llenaba el hueco imaginario del antiguo dios Marte. ¡Argentina, Argentina! En el balcón, coronado de gloria de la Casa Rosada, un Perón fantaseado seguía agitando sus brazos detrás de Galtieri. Pero esa unidad nos hizo cómplices de sus masacres y borró las líneas de separación de las cuales el temblor y el terror nos habían mantenido alejados. La unidad nacional marcó el extremo límite que alcanzó la ciudadanía argentina en su sometimiento imaginario, allí donde todos los índices de realidad fueron borrados en la gran alucinación colectiva. ¿Hasta qué punto el terror es una explicación suficiente para comprender esta adhesión multitudinaria? Nos volvimos activos cuando podíamos estar quietos y en silencio, como estamos ahora. ¿Sobre qué pasión se apoyaba este desborde inesperado que barría con todos los índices de realidad? El apoyo debía brotar, pensamos entonces, como un condensado de todas las experiencias sociales en las que sus habitantes se habían formado. Las experiencias políticas vividas en el pasado fueron otras tantas formas ilusorias que desde mucho antes habían borrado la comprensión de lo que nos pasaba. Tampoco la izquierda había alcanzado a crear con sus acciones valerosas y sus propuestas revolucionarias la apertura de un espacio crítico sin fantasías mortíferas: un campo de lucha desalucinado. Un lugar de sensatez mínima que llevara a comprender las amenazas y las trampas que el sistema nos tiende para hacer de tantos argentinos sus figuras serviles.
Por eso es necesario (deseable diríamos) que la Guerra de Malvinas comience a ser rememorada como lo que realmente fue: una experiencia traumática y trágica de una población cuya historia mediocre sirvió a los designios de quienes nos destruyeron. Que se convierta por fin en una experiencia colectiva que se anime a deshacer, muy a posteriori, la trágica unidad pasada que la desunión actual tiene todavía como fondo: esa unidad alucinada donde todas las diferencias reales, perceptibles, se habían borrado. Para poder enfrentar nuestro propio pasado desde este presente desolado sería preciso que las Malvinas se conviertan en una nueva experiencia social: que a las Malvinas perdidas las transformemos en una recuperación de nosotros mismos, dolorosa sí pero menos mortal, de quienes la perdieron por la decisión colectiva de mandarlos al muere. Pero si sólo sirve la rememoración para hablar de eso que se sigue llamando “gesta”, eso significa volver a marcar de rojo al calendario para ocultar la sangre al rojo vivo de quienes allí murieron. En las Malvinas se anudó una complicidad de muerte, pacto siniestro y oscuro que todavía se mantiene en silencio.
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