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Por eduardo subirats
Los sobrevivientes a situaciones de violencia extrema que se han sucedido a lo largo de las guerras y genocidios del siglo XX han dado testimonio repetidas veces de la dificultad de narrar su experiencia. En los campos de concentración y exterminio, en las ciudades aniquiladas por bombardeos masivos o bombas nucleares y en los santuarios ecológicos de las selvas tropicales invadidos con armas bioquímicas, el horror vivido se encontraba más allá de lo que el lenguaje común podía expresar.
Existe una serie de experiencias de angustia y terror que cristalizan en las metáforas del abismo, de la nada y de la pérdida de sentido de todo lo que es, y que en sus últimas consecuencias traspasa la frontera de lo decible. Experiencias de una realidad frente a la cual las palabras pierden su significado. Ota Yoko, sobreviviente de Hiroshima y autora de Ciudad de cadáveres, relataba la doble constelación de una memoria indeleble del holocausto y la incapacidad de dar una forma literaria a su visión de la destrucción y la agonía nucleares. En los interrogatorios militares a los que fue sometida se le prohibió la publicación de su testimonio poético y se la conminó a olvidar su experiencia. Su respuesta fue unívoca: “No puedo olvidar... incluso si no puedo publicarlo, tengo que escribir”. Pero en el momento de relatar su experiencia, Ota tenía que renunciar a la forma narrativa porque “al público que desconoce la naturaleza de la bomba de uranio, estos hechos tienen que parecerle falsos”.
El terror total arranca las palabras de su ser. Las convierte en signos sin referente. Palabras vacías. “En un mundo perdido, en un tiempo perdido”, como escribió de Töge Sankichi en sus Poemas de la bomba atómica. Su verdad es la imposibilidad de dar un sentido a lo existente. Es el silencio de la palabra.
“Enunciar el extremo horror a través del silencio” ha sido un motivo central repetidas veces recordado en la poesía de Paul Celan y en la teoría estética de Theodor W. Adorno en directa relación con la Shoah judía. Sólo el silencio en las palabras puede expresar el significado verdadero de un horror que implosiona su sentido. Akiya Utaka, poeta sobreviviente de Hiroshima, escribió:
Todo lo que creo
son las palabras dentro del silencio,
palabras atestadas de peligro.
Existen otros aspectos importantes en los relatos de estas situaciones extremas de violencia. Masuji Ibuse y Shohei Imamura han puesto de manifiesto una percepción elemental en la experiencia de Ground Zero Hiroshima: la de ser y sentirse cobayas de experimentación en manos de laboratorios desconocidos y poderes inaccesibles. Esta conciencia se acrecentó en Hiroshima y Nagasaki ante la evidencia de que los autores intelectuales de las bombas de uranio no sabían cuáles iban a ser sus efectos, y que los equipos médicos del ejército de ocupación examinaban a las víctimas de la radicación nuclear no para aliviar su agonía, sino para clasificarla. El genocidio como “medical matter” y la deshumanización de la ciencia en la era industrial se ponía tan drásticamente de manifiesto en los campos de muerte de las ciudades japonesas como en los campos de concentración y exterminio europeos. Ambas catástrofes ponen de manifiesto una misma indiferencia de las instituciones y aparatos del desarrollo científico y tecnoindustrial frente a sus consecuencias inhumanas.
Existe una tercera circunstancia que se repite también en todos los relatos de Hiroshima y Nagasaki: sus víctimas, al igual que en los campos de concentración y exterminio, y de los genocidios coloniales, sonincontabilizables e innombrables. En ellas se cumple literalmente el significado griego de holokauston: la cremación total de la víctima sacrificial hasta que ya no queden de ella más que cenizas.
Sin embargo, la mayoría de las muertes de Hiroshima y Nagasaki no se debió a las explosiones nucleares, sino a la subsiguiente exposición a su radicación letal. Por eso las víctimas del holocausto nuclear no son solamente sus muertos, sino en primer lugar sus sobrevivientes. Estos tampoco tenían ni tienen que contabilizarse puesto que de todos modos las metástasis cancerígenas, las lesiones genéticas y los daños biológicos de la radiación nuclear se expanden en un espacio y en un tiempo indefinidos e ilimitados.
La naturaleza a la vez invisible e ilimitada de la muerte es una característica central de la guerra nuclear y biológica contemporánea. Ella no comprende solamente a los millones de humanos exterminados sin rastro en las sucesivas guerras industriales modernas. Además, incluye una masa humana indefinida a la que la contaminación ambiental, la destrucción irreversible de los hábitats ecológicos, la radicación nuclear o la exposición a agentes bioquímicos letales condenan a una muerte integrada a la vida.
Esta dimensión de una muerte anterior e interior a la vida, esta radical inversión metafísica del ser, es asimismo el momento supremo y el significado trascendental de todos los relatos de sobrevivientes en las sucesivas estrategias de concentración y exterminio, desde los campos de reconcentraciones de la Cuba colonial a los Gulags soviéticos. Es el triunfo de la nada, como lo llamó José Martí.
Es la expresión última y radical del nihilismo moderno: la devastación a gran escala, la muerte y el silencio. Muerte como la verdad radical de la existencia. Y límite del sentido. El extremo existencial de la nada y el vacío como condición de nuestro tiempo vivido.
La nada se instala en el ser. Y en nuestras palabras el silencio. Celan escribía: “Una nada éramos nosotros, somos nosotros, seguiremos siendo, florecientes...”
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