ESPECIALES • SUBNOTA
–El doctor Lisandro de la Torre ha vuelto de su viaje a la Luna.
La personalidad política de este ciudadano eminente ha sido siempre interesante.
Hombre enérgico, nacido para la acción, tiene en sus ideas y en sus ademanes la novedad teatral de un espectáculo de la naturaleza. El vigor de sus discursos llévanos a pensar en la ruda pujanza de los vientos magníficos y ciegos que soplan en la Biblia. Hace, más o menos, seis años, pronunció en la Cámara su último discurso. Fue una elegía sonora, pesimista, romántica, casi testamentaria. Más que discurso aquella fue una maravillosa noche de tormenta tatuada de relámpagos y erizada de truenos:
–¡Me voy a la soledad –gritó al país– para no volver nunca!
Recordó en seguida las palabras idealistas de un personaje sin ideales de Ibsen. Evocó la tragedia moral del protagonista de Un enemigo del pueblo que, abatido por la desilusión, renuncia a guiar a sus conciudadanos para buscar amparo en el silencio de su propia amargura. Dolorido por la victoria de sus adversarios, acaricia la cabecita rubia de su hijita, diciendo:
–¡Oh, dulce soledad! ¡Tú eres la única gloria de la vida!
El doctor De la Torre comprendió que la realidad moderna de las multitudes argentinas no era la realidad creada por sus sueños de apóstol. Sus ojos vieron un panorama triste, subconsciente, futuro. En el prólogo de su bello discurso sobre la yerba mate –publicado en folleto–, estampa un bello cuadro del país. Es un aguafuerte donde el arte exquisito de un Alberto Durero dibuja con ácido nítrico las fantasmagorías del Apocalipsis. Es, en fin, la Nación pasando por un túnel en 1924...
Entristecido, amargado, el doctor De la Torre resignóse a cargar con dignidad la cruz de los profetas. Abandonó sus triunfos oratorios. Cerró su estudio de jurisprudencia. Desechó las tentaciones que le ofrecía su prestigioso nombre de abogado. Y un día desapareció de Buenos Aires, envainado en su poncho.
–¿Y el doctor De la Torre?
Sus amigos más íntimos encontraron cerrada la puerta de su residencia, en la calle Esmeralda, al lado de la Asistencia Pública. Se supo que el tribuno glorioso habíase marchado a Córdoba para enterrarse vivo, en las más distantes sierras provincianas. Poseía en aquella región unas cuantas hectáreas de monte salvaje. Allá se fue a pulirlas como Cincinato, indiferente al asombro de los lectores que le llevaban las insignias del emperador romano... con la tranquilidad serena de las almas estoicas, que renuncian al goce de los arcos del triunfo, el doctor De la Torre se puso a cortar leña. Trocó, cual Guillermo II, su trono por un hacha.
Cuenta quien lo vio en su agreste soledad que, desde el amanecer hasta la noche, sus hachazos vibraban en el monte. Sus sesenta años de hombre sano y robusto ardían en la labor con el mismo brío de sus años mozos. Si alguien llegaba a consultarlo sobre los graves problemas del país respondía con un gruñido seco. Cumplía su promesa de renunciar, en absoluto, a la vida política.
–El leñador –pensaba el doctor De la Torre– es también un admirable soldado de la patria. ¿Acaso para serlo necesita interesarse por los asuntos del gobierno? Yo soy un leñador...
Más tarde tuvo un socio. Compró hacienda. Crió vacas. Ensanchó sus dominios. Sembró trigo y alfalfa. Enriqueció en seis años aquella tierra inculta... A veces salía solo, a caballo, en silencio, galopando como si hubiera querido divertir al caballo. Con frecuencia, se detenía en los ranchos para hablar con los criollos y aceptarles un mate. Les hablaba cariñosamente, infundiéndoles ánimo. Los consolaba con el noble optimismo fraternal que florece en todo viejo solterón. Poco a poco el cabello transformósele en nieve y la barba, también. Un día le anunciaron que su socio, desde París, le estaba haciendo un pleito. Tiró el hacha con rabia:
–¡Oh, dulce soledad! ¡Tú eres la única gloria de la vida! ¡Ah, sí! Pero, el personaje de Ibsen, al decir estas palabras acariciaba entre sus manos la cabecita rubia de su hija...
El doctor Lisandro de la Torre ha vuelto de su viaje a la Luna.
¿A la Luna? Es lo mismo. Su ausencia en las sierras de Córdoba ¿no equivale para sus admiradores a un fantástico viaje selenita? Seis años de ausencia han centuplicado su prestigio. Ha vuelto...
La noticia corre por las calles. ¿Qué dice? ¿Qué piensa? Su viejo estudio de la calle Esmeralda abre nuevamente sus puertas cordiales a los amigos íntimos. El leñador serrano se ha quitado el poncho. Se recorta las púas de la barba... Ahora vuelve a lucir su típica elegancia de Brummel, aristocrática y porteña. A mediodía sale de su estudio rumbo al Jockey Club. En su círculo, todos lo rodean. Gran causeur. Pero es inútil. Sigue en su olvido total de las cosas políticas. Ha dicho adiós al mundo de sus sueños. Juró, solemnemente no volver a soñar. Y lo cumple. Se ha traído dentro de las maletas el olvido desde Córdoba. Dentro de esas valijas están, sin duda, todavía las sierras cordobesas con sus campiñas verdes, con sus piedras enormes, con el silencio casto de sus cumbres en siesta.
Quizá dentro del poncho trae el hacha.
–¿Es posible? Hay que verlo.
Me recibe gentilmente en su casa. Voy con el doctor Ricardo Bello, alma del partido. Demócrata y talento vibrante de conductor de juventudes. En su sala escritorio, el doctor De la Torre me hace el honor de presentarme a don Felipe Arana. En seguida me dice:
–¿Un reportaje?
–No, señor. Quisiera simplemente pedirle algunos datos.
Muy serio, muy áspero, responde:
–Discúlpeme, señor. No me pida usted datos. Le ruego que no escriba una sola línea sobre mí. A nadie le interesa mi existencia. Prohíbo que se ocupen de mí.
–Usted, doctor –arguyo–, es un hombre que por su actuación descollante en la vida argentina pertenece al país. Podrá usted negarme los datos que le pida, pero no puede usted oponerse a que la historia cumpla su deber. Los cronistas, doctor, somos los mozos de cordel de los historiadores.
Permanece adusto, con el ceño fruncido, tecleando con los dedos sobre el brazo de su sillón de marroquí. El doctor Bello acude en mi favor.
–En realidad, doctor, usted se debe al pueblo, se debe a la conciencia nacional. Toda la república tiene los ojos fijos en usted.
El doctor De la Torre lo mira reciamente, casi con ganas de gritar en voz parlamentaria.
–Yo quiero seguir viviendo en el olvido. No quiero que nadie...
Insisto:
–El público, doctor, es insaciable, delicioso y doméstico. No exige noticias. Pide datos. ¿Puede usted negármelos? Por ejemplo: ¿dónde nació usted?
–No se lo diré.
–¡Doctor!
–Aprovecharía usted mi respuesta para escribir: “Hablando con el doctor Lisandro de la Torre, me dijo que...”. No le diré nada.
–Muchas gracias, doctor. El periodismo moderno no necesita de esas artimañas. Soy profesor de dignidad. Sin embargo, debe saber usted que circulan datos antagónicos sobre su biografía. Hay quien asegura que usted nació en Rosario. Otros afirman que usted es uruguayo.
–¡Bah! ¡Que digan lo que quieran! No me interesa...
(Don Felipe Arana se retira con el diputado nacional Laureano Landaburu. La conversación va por nuevos caminos. Alguien interroga al doctor De la Torre si piensa regresar pronto a Córdoba. Mueve la cabeza en un gesto de indecisión, indefinido, de disgusto. Habla, con placer, de la riqueza del suelo cordobés. De inmediato calla, mirándome de reojo y acariciándose la barba. Yo me pongo de pie. Sería en vano insistir. El doctor De la Torre me ha vencido en su ley. De acuerdo con sus deseos no he podido hacerle unreportaje. No me llevo de su boca ni un detalle biográfico siquiera. ¡Nada!... Pero ¿qué importa? ¿Es necesario que las estatuas hablen? El silencio de Lisandro de la Torre me emociona más que todas las palabras que pudiera decirme. Huraño, hosco, campesino, me tiende la mano con resignación. ¡Hombre singular! Sabe Dios qué extraño destino patriótico ha de ser el suyo. Mientras lo saludo, pienso que es el único hombre que logró romper la impasible serenidad de Hipólito Yrigoyen. Hace más de treinta años los dos se batieron en el terreno del honor. La barba blanca del doctor De la Torre esconde todavía la huella de aquel lance...)
En la puerta de calle un hombre hace señales enarbolando una bandera roja. Es el portero de la Asistencia Pública. Anuncia que sale una ambulancia...
Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero, Grandes entrevistas de la Historia Argentina (1879-1988), Buenos Aires, Punto de Lectura, 2002.
“Se ha hecho todo lo posible para localizar a todos los derechohabientes de los reportajes incluidos en este volumen. Queremos agradecer a todos los diarios, revistas y periodistas que han autorizado aquellos textos de los cuales declararon ser propietarios, así como también a todos los que de una forma u otra colaboraron y facilitaron la realización de esta obra.”
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