ESPECIALES • SUBNOTA › OPINION
› Por Lilia Ferreyra
“La investigación de Operación Masacre cambió mi vida –escribió Rodolfo Walsh–. Haciéndola comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior.” Y decidió enfrentar esas dos dimensiones con la profunda convicción de que no podía ni debía renunciar a un sentimiento básico: “La indignación ante el atropello, la cobardía y el asesinato”. Porque él no era peronista cuando se produjo el levantamiento que encabezó el general Juan José Valle, ni cuando escuchó aquella frase “hay un fusilado que vive”, ni cuando resonó en su conciencia el grito de Mario Brion “¿así nos matan?”, antes de que lo atravesaran las balas del comisario Rodríguez Moreno. Como una piedra en el agua que va ampliando el impacto de su caída, la investigación sobre los fusilamientos en el basural de José León Suárez también significó para Rodolfo ir más allá de la denuncia del crimen y la identificación de los responsables. Quiso llegar a comprender en toda su extensión las razones políticas de esos trágicos hechos. Y mientras avanzaba en la investigación comenzó a entender, comenzó a conocer quiénes eran y habían sido los destinatarios de tanto odio, y quiénes los ejecutores. Hay una escena no demasiado recordada en Operación Masacre sobre la mañana siguiente a los fusilamientos. En el basural todavía estaban los cadáveres dispersos en las inmediaciones de la ruta y, de a poco, “una muchedumbre espantada y sombría se fue congregando en torno al pavoroso espectáculo”, cuando un auto “nuevo, largo y reluciente frenó de golpe ante el grupo. Una mujer asomó la cabeza por la ventanilla.
–¿Qué sucede? –preguntó.
–Esa gente... que la han fusilado –le contestaron.
Ella tuvo un gesto irónico.
–¡Muy bien hecho! –comentó–. Tendrían que matarlos a todos.” Los humildes pobladores de José León Suárez la corrieron a cascorazos.
Rodolfo, que había creído en los valores de libertad, justicia y democracia que había proclamado la llamada Revolución Libertadora de 1955, fue descubriendo la falacia y la hipocresía de esas palabras cuando expresan los intereses de una clase privilegiada. En 1969, en una nueva edición de Operación Masacre, escribió: “Los militares de junio de 1956, a diferencia de otros que se sublevaron antes y después, fueron fusilados porque pretendieron hablar en nombre del pueblo: más específicamente, del peronismo y la clase trabajadora. Las torturas y asesinatos que precedieron y sucedieron a la masacre de 1956 son episodios característicos, inevitables y no anecdóticos de la lucha de clases en la Argentina (...). Que (la oligarquía) esté temporalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos.”
En los veinte años que siguieron a Operación Masacre, la vida de Rodolfo se fue enraizando cada vez más con la historia del país, trazando con sus oficios terrestres y su compromiso político una trayectoria insobornable que lo instaló para siempre en la memoria.
Lo único que no cambió con la investigación de los fusilamientos fue la cédula falsa a nombre de Norberto Pedro Freire, que usó para protegerse. Veinte años después, el 25 de marzo de 1977, cuando lo emboscó el Grupo de Tareas de la ESMA, llevaba esa cédula. Quizás, en una dimensión que trasciende el rígido límite entre la vida y la muerte, podamos decir que en ese día inevitable acribillaron a Norberto Pedro Freire. Rodolfo Walsh se les escabulló una vez más: minutos antes había despachado la Carta a la Junta Militar, un texto magistral cuya vigencia, junto con Operación Masacre, se proyecta hasta nuestros días como un aporte fundamental para que las nuevas generaciones comprendan la historia que las antecede.
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