El prodigio no sólo debe hacerlo bien sino antes que los otros: sólo así se garantiza el pase al estrellato, como el de Nandi, moviendo la cadera cual seductora precoz, bailarina de siete danzas, apenas cumplidos los cinco. Su mamá, en la cola para que la seleccionen en “La Banda de Cantaniño” (en guardia permanente frente a la sede de Telefé en Martínez), dice que ya en la cunita levantaba el puntín; en la bañadera sacudía la cabeza para todos lados. La nena espera convertirse en una Cantaniño del tiempo de los realities, ya no un coro de segundones. El reciclado les asigna un lugar en una banda, acompañada por las cámaras en la privacidad y en el ensayo para que se desate de una vez la fama repentina. Nandi visitaría los programas de la tarde para dar entrevistas. ¿Y vos, niña prodigio, cómo empezaste?, le dirían en el magazine de turno, y la mamá diseñaría una apasionante biografía para que Nandi repita con la seguridad de una Florencia Peña o una Lorena Paola.
El rasta de la morochita se revolea hasta el infinito tapando el rubio mediocre, el pelirrojo pasado de moda de las de al lado. Una noche en vela trenzando y trenzando con la maquinita importada, de los tiempos en los que se podía, para que no se olvide nadie de las trenzas de Nandi, trencitas de princesa africana. “Los vas a sorprender, ya vas a ver”, repite la mamá, pero para inhibir el llanto de Nandi, todo el tiempo a punto de desgajarse porque ya está un poco cansada después de la decimonovena demostración de zapateo. Ahora es el turno del baile brasileño. Se traba en la vuelta y en la oscilación de la cintura y, cuando la mamá le pide “más rápido, más sentido”, llora. ¿Acaso no era ésta una convocatoria para cantantes? “Cuando la vean –dice la señora, otra vez– se van a sorprender, ya van a ver.”