Pocas obras se oponen tanto a la idea de obra como 4’33”. Pocas composiciones resisten tan fuertemente el concepto de composición y pocas piezas de concierto son tan ajenas a las reglas del concierto como esos cuatro minutos con treinta y tres segundos en los que un instrumentista -o un grupo de instrumentistas, es indistinto– debe permanecer en silencio sobre un escenario. Varios de los elementos que constituyen el valor de una obra de arte, según los cánones acuñados por el romanticismo, aquí son directamente negados, empezando por el de la dificultad.
Se supone que un compositor es bueno porque puede hacer algo que es difícil para el resto de los mortales. Lo mismo sucede con los intérpretes e, incluso, con los oyentes –aquellos capaces de disfrutar obras más difíciles estarían más capacitados para el goce estético que los otros–. Y 4’33” es una obra que, obviamente, podría tocar cualquiera y que, por lo menos en apariencia, podría haber compuesto cualquiera. Sin embargo, medio siglo después de su estreno, siguen intactos su poder revulsivo, su capacidad para poner al oyente (por más que en la actualidad se trate, casi siempre, de oyentes ultrapreparados para lo que va a suceder) ante una situación nueva y, sobre todo, la eficacia para poner en primer plano miríadas de pequeños sonidos que habitualmente no se perciben y para lograr que cada oyente sea el verdadero compositor (es decir el organizador) de lo que escucha. 4’33” es una obra múltiple y, como tal, puede ser desplegada en direcciones casi infinitas. Por eso la convocatoria de Martín Bauer –el organizador del ciclo de música contemporánea del Complejo Teatral de Buenos Aires que está desarrollando en el San Martín– a un grupo de compositores argentinos resultó estimulante. La consigna era partir de la obra de Cage pero en la elección de ese punto de partida, justamente, es donde empiezan a dibujarse las distintas corrientes estéticas y las diferentes maneras de pensar el sonido de cada uno de los autores, desde la medida dura y pura, marcada por un reloj digital en una pantalla situada sobre la cabeza del compositor Sergio Merce y puntuando sus exploraciones electroacústicas en el espacio, hasta el silencio cuidadosamente rozado una y otra vez por Erik Oña, la fuerza de Jorge Sad o la potencia y el detalle en la escritura de Jorge Horst, en una obra que parte de la pulsación para llegar a una suerte de poesía abstracta que podría parangonarse con la pintura de alguno de los compañeros de ruta de Cage, en particular Jackson Pollock.
Cada una de las composiciones (los otros autores fueron Gustavo Ribicic, Mario Lorenzo y Martín Moore) demanda formaciones instrumentales distintas y Santiago Santero, director musical del espectáculo, condujo con igual cuidado y musicalidad los diferentes grupos integrados por un conjunto de excelentes instrumentistas (Raúl Becerra en flauta, Natalia Silipo en oboe, Guillermo Sánchez en clarinete, Martín Moore en clarinete bajo y contrabajo, Humberto Ridolfi y Laura Fuhr en violín, Elizabeth Ridolfi en viola, Martín Devoto y Claudio Peña en cello, el contrabajista Sergio Ribas, Christian Fabris en corno, María Marta Ferreira en fagot, Marcelo Barragán en saxo, María Laura Tumbeiro en piano, Gustavo Fontana en trompeta, Christian Fabris en corno, Enrique Schnebeil en trombón, Pedro Pulsovan en tuba y los percusionistas Ezequiel Finger y Eduardo Nicoleau). El ciclo continuará el próximo martes 5 de noviembre, también en la Sala Casacuberta del San Martín, con la actuación del notable violista Garth Knox, quien hará obras de Ligeti, Sciarrino, Dillon y Berio, y del Grupo Vocal de Difusión que, junto a músicos invitados, interpretará Rotkho Chapell, de Morton Feldman, con la dirección de Mariano Moruja.