ESPECTáCULOS
› PAGINA/12 ENTREGA, DESDE MAÑANA, DOS DISCOS DE JOAQUIN SABINA
Las primeras lecciones de un juglar
“Malas compañías” y “Ruleta rusa” impusieron su figura como un artista imprescindible de la canción en español. Temas como “Pongamos que hablo de Madrid” y “Calle melancolía”, entre otros, se convirtieron en clásicos.
› Por Fernando D´addario
El tren de Joaquín Sabina, habitualmente dirigido hacia un ajetreo continuo, anuncia para este año una parada estratégica, una pausa que no supone un descarrilamiento. El músico andaluz confiesa una oportuna “limpieza” en sus costumbres mundanas, que recién se reflejará en su próximo disco (no precisamente el que saldrá en estos días, todavía contaminado con sus vicios nocturnos). Sabina sabe, de todos modos, que el repentino enfriamiento de sus relaciones con las drogas, el alcohol y la noche –derivado de un previsible deterioro de su salud–, no eclipsará la imagen de hedonista marginal que ha sabido modelar con paciencia y naturalidad.
A los 53 años, casi no necesita reciclar su personaje: se hacen cargo de esa tarea sus viejas canciones, que delatan la velocidad de sus años de juventud y traducen el vértigo de la época que le tocó vivir. Muchos argentinos asomaron al universo de Sabina a partir de “Con la frente marchita”, esa bellísima canción de amores y sueños perdidos. Allí, en el disco Mentiras piadosas, definía su condición de trovador nostálgico y comprometido. Una necesaria revisión de su obra obligaría, no obstante, a hurgar más atrás, en los primeros ‘80, cuando las esquirlas de su cultura rocker dejaron como testimonio sus discos más desprejuiciados e irónicos. Página/12 publicará mañana con su edición habitual (a un precio de 8 pesos) Malas compañías, y el domingo próximo Ruleta rusa, dos de sus primeros trabajos, imprescindibles a la hora de desandar el camino artístico trazado por Sabina. Clásicos luego revisitados, como “Calle melancolía” y “Pongamos que hablo de Madrid” conviven allí con canciones menos difundidas, pero igualmente arquetípicas de su notable estilo narrativo.
Se impone, en primer término, una recomposición de tiempo y lugar. Malas compañías fue editado en 1980 y Ruleta rusa en 1984. Antes, sólo había grabado Inventario (1978), un álbum del que el propio Sabina reniega. Malas compañías puede interpretarse entonces como el disco que inauguró la carrera del músico “andaluz” (debe decirse que lo de andaluz es en él más un imperativo de vida que un compromiso musical) y disparó, de paso, la pata musical de la movida madrileña. España necesitaba sobreactuar los festejos y los duelos que había dejado la muerte del franquismo. Sabina llegó para representar el costado más áspero de esa nueva vida en democracia, en tanto Almodóvar parecía adoptar el perfil más kitsch y glamoroso de la movida. De todos modos, los unía el humor, el desapego a toda idea de solemnidad y pacatería. Sabina manifestaba, claro, indicios evidentes de haber mamado culturalmente de Joan Manuel Serrat y Luis Eduardo Aute. Pero también había vivido en Londres, había tocado en el underground, en las calles, en los bares, era heredero de Brel y Brassens, y reconocía la herencia de Moris, el argentino que en los ‘70 les enseñó a los españoles que podían cantar rock en su idioma. Había leído a Miguel Hernández, pero también a Rimbaud y, yendo más atrás, a Quevedo. Le reservaba a Epicuro, con su hedonismo ausente de normas y reglas, el necesario rol de guía pagano.
Todo ese universo de humor y nostalgia, militancia y escepticismo, reviente y poesía, tuvo un himno nacido de su pluma: “Pongamos que hablo de Madrid”. En seis estrofas y cuatro minutos sintetizó su modo de ver la vida en una gran ciudad que salía (y en algún lugar del alma no terminaba de salir) de la oscuridad. Estaba escrito desde la Gran Vía, pero podía remitir a la avenida Corrientes en la post-dictadura, del mismo modo que, algunos años después, la mención del Rastro permitía evocar alguna feria cualquiera de su querido San Telmo. Más allá de esta canción, Malas compañías exhibe, en lo estrictamente musical, una suerte de levedad urgente. Se vislumbraba un Sabina apurado, eléctrico, en ese rock and roll que se burlaba de la “mili” (la colimba de la que huyó en su momento, con boleto de ida a Londres y que logró atraparlo en su regreso a España) en “Carguen, apunten, fuego”. Había un Sabina sin escrúpulos en aquelfructífero viaje de la mano de Satán (“Mi amigo Satán”) o en su declaración de principios “Pasándolo bien”. Allí esbozaría una idea (“Muriendo y resucitando/ sigo vivo y coleando”) que siguió garabateando con gracia en casi todos sus discos posteriores.
Ruleta rusa, ya definitivamente inmerso en la ruta del bacalao, presenta a un Sabina con el suficiente aplomo (y las suficientes pesetas, después de haber cantado durante años por la comida y la bebida, monedas de pago nada desdeñables para él) como para armar y liderar una banda de rock. El guitarrista Miguel Botafogo fue su principal aliado en esta nueva etapa, en la que el cantautor mostró mayor preocupación por la apoyatura musical. Guitarras más filosas y un “concepto de grupo” lo protegían de sus reconocidas limitaciones vocales. Una expresividad y un carisma en constante crecimiento dotaban a las letras de un condimento extra, como si a partir de determinado momento hubiese sido imposible disociar al hombre de su criatura artística. Para muchos, Sabina “es” lo que canta. En “Ocupen su localidad” parecía refugiarse en la escuela situacionista para describir la “sociedad espectacular” (“Hermosos jóvenes nazis bailarán un rock and roll/ con un famoso travesti capitán de la legión/ más tarde alguna muñeca toda vestida de azul/ se quita su camisita y su breve canesú/ también contamos con la inestimable participación/ de Ivonne de Carlo y Jack el destripador”). Era, en efecto, el “siglo cansado que va acercándose a su fin”, y nadie mejor que él para contarlo.
Pero Ruleta rusa ofrece mucho más: “Caballo de cartón”, a la que muchos recordaron años después cuando escucharon “Quién me ha robado el mes de abril”; los apuntes sin compasión para un ex homofóbico católico y romano devenido en “Juana la loca”; esa “Guerra mundial” tomada prestada de Manolo Tena, y en la que “los políticos estrechan sus manos/ los generales brindan con champán/ y tú llorando porque tu amor te ha dejado/ o haciendo régimen para adelgazar/ ¿qué ganas con ahorrar, si vamos a volar?”.
Las putas, la trasnoche, las drogas, la velocidad, el humo, el alcohol, navegan por las primeras obras de Sabina de un modo furtivo. Se valen de una música ligera, accesible, un entrismo que el cantautor asumió alguna vez con su habitual sarcasmo: “Me gusta usar el pop, colarme como un espía para penetrar en el oído de los adolescentes, haciéndoles creer que es la música que escuchan todos los días, cuando por dentro, en las letras, está el veneno”. El veneno, seguro, está allí, al alcance, cada vez que incita a “pisar el acelerador”, o cuando pide (anticipándose, a su manera, a la liturgia fierita argentina) “dame tinto y rock and roll” (en “Eh, Sabina”, donde se luce la guitarra de Botafogo). Hubo mucho Sabina y mucho rock and roll desde entonces, al menos si los términos “Sabina” y “rock and roll” se entienden como un modo de vida sin retorno, a salvo de estilizaciones y limpiezas provisorias y/o definitivas.
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