ESPECTáCULOS
“Mamá, soy un pez”, un paseo por las aguas junto a un Disney danés
› Por Horacio Bernades
Pensada para el mercado global, la danesa Mamá, soy un pez disuelve meticulosamente todo rasgo de nacionalidad y originalidad, adscribiendo con toda deliberación al modelo único de la animación que el canon-Disney establece. En la versión que se distribuye en Argentina (doblada al castellano) los personajes tienen nombres tan sajones como Fly, Stella y Chuck, y lucen como típicos chicos americanos. Sobre todo el protagonista, que jamás se saca su gorrita de béisbol y zapatillas de básquet y anda como loco en skate, además de ser un fan de la computación y tirarle la aventura tanto como a los pequeños héroes de Atlantis o El planeta del tesoro. Siempre siguiendo aquel canon, Mamá, soy un pez combina estratégicas dosis de aventura, maravillas, un toque de sensiblería y varias canciones, incluyendo, sobre el final, el típico golpe bajo de la falsa muerte del héroe, al que curiosamente Disney ya no recurre más.
Que todo eso le quite personalidad a esta película producida por gente que trabaja en animación desde hace tiempo, no quiere decir que Mamá, soy un pez esté mal. Con una técnica de animación apenas correcta y fondos bastante “pelados” (por falta de plata, y tal vez de imaginación), la película producida por la compañía danesa A-Film Aps y codirigida por Stefan Fjeldmark y Michael Hegner arranca a sus protagonistas, dos chicos y una chica, de las comodidades y rutinas de la vida burguesa para arrojarlos a una fantástica aventura submarina. Como les ocurría a Peter Pan, Wendy & Cía. Fly, su traviesa hermanita Stella y el obeso y bastante insoportable primo Chuck (que vive en un mundo de cifras, mediciones y estadísticas) serán arrastrados a la aventura, una noche en que papá y mamá se ausentan.
La marea los arrastra hasta el laboratorio subterráneo del Dr. McKrill, el típico científico loco que, convencido de que el planeta quedará tapado por las aguas (como consecuencia del calentamiento global) ha sintetizado un brebaje que convierte en pez a quien lo beba. Por supuesto que habrá un accidente de laboratorio y los tres chicos tornarán en peces, yendo a parar a un mundo submarino en el que ha ocurrido exactamente lo contrario: como consecuencia del derrame de un antídoto creado por McKrill, los peces se pusieron a hablar. Y, lo que es peor, a pensar.
Un poco a la manera de Hormiguitaz y Bichos, Fjeldmark y Hegner utilizan la antropomorfización del reino ictícola a modo de parábola sobre el género humano, y ésta oscila entre la ironía y la sesgada admonición. Lo primero que hará el primer pez pensante será edificar un imperio dictatorial, belicista y fascista. Obviamente, Fly, Stella y Chuck se le opondrán, disimulados detrás de su condición de peces-humanos, y es de agradecer que los directores hayan dosificado toda esta alegoría política con buen humor, canciones (no tan buenas) y gags que alivianan toda pesadez admonitoria.
Hay por allí un autopez (medio de transporte que traslada de un lado a otro a la fauna submarina), gigantescos carteles luminosos estilo Blade Runner, algún número musical con geometrías coreográficas alla Busby Berkeley (a quien le encantaban las danzas acuáticas), unas pobres tortugas que cargan bloques de hormigón como en la época de las pirámides egipcias, formaciones militares a la manera nazi y algunos muy bellos,aunque lamentablemente escasos, momentos de arte visual subacuático, sobre todo la hechizante secuencia de títulos. Con un poco de paciencia ante alguna sensiblería, aquel golpe bajo y otros momentos Disney, ningún espectador correrá riesgo de convertirse en pescado.
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